Teenage Fanclub en Buenos Aires: cuando el power pop salda una deuda histórica

Como toda banda que estuvo a punto de conquistar el estrellato pero no pudo sobrepasar el intento, Teenage Fanclub entendió rápido que existía una tercera posición al axioma “es mejor quemarse, que desvanecerse”. Con una seguidilla de discos con el balance justo entre guitarras y armonías (en particular, la cosecha contenida entre Bandwagonesque, de 1991, y Songs from Northern Britain, de 1997), el grupo liderado por Norman Blake y Raymond McKinley privilegió la subsistencia por sobre la intención de querer reinventar la rueda. Ahí radica el truco del power pop: ser la música predilecta de todo el mundo, incluso de los que quizás desconocen la existencia del género.

El demorado debut porteño de Teenage Fanclub (a casi 40 años de su formación y a tres décadas de su clásico Grand Prix) fue una deuda saldada para su público en particular, pero para el género en especial. Por más que sus visitas internacionales puedan contarse casi con los dedos de una mano (los shows a escala pequeña de Ben Kweller y Ken Stringfellow, a la versión anabolizada del género en la obra de Cheap Trick), de los noventa a esta parte el power pop ha tenido una sobrerrepresentación en la escena local, con una influencia más que palpable en Menos que Cero, Grand Prix (que tomó su nombre del cuarto disco de Blake y cía), Valle de Muñecas, Avant Press, Excursiones Polares, Los Andes, Los Planos, Popdylan y la lista sigue.

(Foto: Ignacio Arnedo)

A la hora de hablar de Teenage Fanclub suele mencionarse la admiración que le han manifestado en su momento Kurt Cobain y Liam Gallagher, y a pesar de que sus propios integrantes intentan bajarle el precio a esos elogios, existe ahí un abordaje posible a su universo musical, una puerta de entrada para entender a un universo que nació haciendo un equilibrio ideal entre melodías, distorsión y armonías vocales, como si Nirvana decidiera hacer su propia interpretación del cancionero beatle. Dentro de esa lógica, ocurre la verdadera magia de hacer pasar por sencillo un juego más que complejo de combinación de elementos y recursos.

Con casi cuatro décadas ininterrumpidas de carrera, Teenage Fanclub bien podría haberse centrado en demostrar la vigencia de su presente compositivo. Y si bien “Tired of Being Alone” y “Endless Arcade”, de lo más reciente de su cosecha, fueron parte del comienzo del show, lo que siguió a continuación fue un repaso biográfico que alcanzó el preciosismo melódico en “About You” y se animó a pisar el pedal de fuzz en “The Cabbage” y “Alcoholiday”.

(Foto: Ignacio Arnedo)

Con el protagonismo repartido entre Blake y McKinley, desde el fondo del escenario asomaba el actor clave de la versión de los últimos años de Teenage Fanclub: el tecladista Euros Childs, conocido en la patria indie por haber sido el líder de los galeses Gorky’s Zygotic Mynci a finales de los noventa. Más que secundario, su rol fue complementario, ya fuera acompañando la marcha de “Everything is Falling Apart” con un Farfisa preponderante, o bien simplemente añadiendo unas pocas notas de xilofón a “Your Love Is the Place Where I Come From”, un ejercicio más que bien logrado de canción pop perfecta.

De a poco, las canciones fueron también diapositivas de su propia época. “It’s a Bad World”, cantada por Raymond, sintetizó la quintaesencia del britpop en poco más de tres minutos de duración, mientras que “Metal Baby” y “What You Do To Me” sirvieron para entender cómo empezó Teenage Fanclub los noventa: con un pie en Sonic Youth y el otro en The Byrds y Big Star. Y aunque la espera por su debut porteño tardó tanto que en el medio se cobró la renuncia a la banda del bajista Gerard Love (que se traduce a la falta de temas clave del repertorio como “Sparky’s Dream”, “December”, “Radio” o “Star Sign”), la emotividad desbordante de “120 Min” y “Middle of My Mind” compensó su ausencia. Mérito aparte para el público local, que hizo gala de su efusividad durante “Neil Jung”, con un coreo masivo de su leit motiv de guitarra, mientras la dupla cantante no podía disimular sus sonrisas.

(Foto: Ignacio Arnedo)

“Acá es donde fingimos que termina todo”, advirtió Blake al borde del final formal del show. Y lo cierto es que todo podría haber terminado con la magnífica “The Concept” y nadie habría podido levantar queja alguna. El tema de apertura de Bandwagonesque y su lenta coda entre falsetes y acoples fueron la banda de sonido de una falsa retirada, apenas un respiro antes de una última tanda de canciones que fue de adelante hacia atrás. “Back in the Day” y “Falling into the Sun” y su arreglo de teclado mitad iglesia mitad Pink Floyd (de Endless Arcade y Nothing Lasts Forever respectivamente, los dos discos más recientes de la banda) para luego hacerle lugar a la belleza melancólica de “Mellow Doubt” (duda suave), quizás el título más literal de una canción de Teenage Fanclub.

Con el peso de ser la única incursión en su álbum debut, “Everything Flows” fue al mismo tiempo caos y preciosismo, un arrebato distorsionado con un riff de una sola nota que se perdió entre armonías y las guitarras de Blake y McKinley en un diálogo constante. En poco más de hora y media, Teenage Fanclub hizo mucho más que repasar su historia: se encargó de dejar en claro que es posible seguir entregando canciones hermosas al mundo después de 38 años. Cada quien conquista el mundo como mejor le sale.

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