Paul Mescal intenta romper tu corazón

“Tengo la sospecha de que todo el mundo quiere estar en un musical”, dice Paul Mescal sin una pizca de ironía, mientras se acerca a una nevera de la licorería y saca un pink gin tonic en lata. “¿Nos tomamos uno de estos bien frío?”. Toma dos y se dirige tranquilamente a la caja para comprar un paquete de Marlboro Gold y un encendedor de plástico. Cuando me dispongo a pagar, me aparta con un alegre “Naaahhh”. Dice que recientemente intentó dejar de fumar, lo logró durante unas seis semanas, pero luego recayó. “Oh, estaba con unos amigos”, explica sobre su recaída. “No es algo malo. No fumo por razones insidiosas”.

De hecho, entre el momento en que Mescal llegó (puntual) al lugar de encuentro acordado, frente a un bar llamado Famous Cock, y el momento, aproximadamente una hora después, en que anunció con sinceridad que todo el mundo —¿todo el mundo?— quiere participar en un musical, “insidioso” es la última palabra que se le podría asociar a este hombre. Caminando por el sendero que rodea Highbury Fields, en Londres, a paso alegre —con lentes de sol, mullet despeinado y pantalones deportivos adidas metidos dentro de sus medias blancas—, saludaba con la cabeza a los señores mayores, esquivaba juguetonamente a las carriolas y se hacía pasar por la estrella de cine más equilibrada. “Me encantan los bebés con nombres de adultos”, dijo en un momento dado. “Me encantaría tener una familia. No es que quiera tenerlos mañana mismo, pero me encantaría tener hijos”.

Entre otras cosas que le encantan son su infancia “afortunada”, el verano en Londres, el barrio de Islington (“Allí viven mi hermano y mi hermana; me encanta ese lugar”), beber en el parque, pasear por los parques, los parques en general, los deportes, los musicales, la música “con contexto”, la música irlandesa, la música folk, los Beatles, tocar música, la música en general, su papá, su mamá, Ridley Scott, Andrew Scott (“Si Dios fuera una persona real, creo que sería como Andrew Scott”), todos sus otros compañeros de reparto, los personajes interpretados por sus compañeros de reparto, los personajes interpretados por él junto a esos compañeros de reparto, Paul McCartney (“Lo he visto un par de veces. Lo adoro. Creo que cambió el mundo”) y su trabajo actual: ensayar para interpretar a Paul McCartney en las cuatro películas biográficas de Sam Mendes que se estrenarán en 2028: “Es una versión extraña de un trabajo de tiempo completo, y pensé que lo odiaría, pero en realidad me encanta. Me gusta la estructura. Me gusta tener un plan. Me gustan los ensayos”.

Todo esto quiere decir que, a primera vista, es bastante difícil conciliar a Mescal con su llamada obra, un conjunto de trabajos en los que la devastación emocional es tanto el hilo conductor como el denominador común. Hasta la fecha, ¿hay algún actor que se pueda comparar con la asombrosa habilidad de Mescal para representar el amor no correspondido, las miradas de reojo y el llanto agitado? ¿Alguna vez un hombre ha llorado tan feo y tan hermoso en un panteón de películas tan tristes y tan hermosas? Claro, actuar es actuar y todo eso. Los actores no tienen por qué compartir las emociones de los personajes que interpretan. Pero, en serio, ¿han visto a este hombre en la pantalla?

Tomemos como ejemplo su papel estelar como Connell Waldron en Normal People, en el que se convirtió, de la noche a la mañana, en el icono de los novios tristes de todo el mundo, con su hermosa melancolía y su tristeza tan palpables que incluso los objetos inanimados que le rodeaban adquirían una especie de significado sagrado (la cuenta de Instagram dedicada a la cadena que llevaba alrededor del cuello en la serie tiene 124 mil seguidores, entre los que, te lo prometo, hay gente que conoces). O su papel de padre deprimido en Aftersun, por el que fue nominado a un Óscar por romper el corazón de todos los espectadores. O su papel de novio aún más triste en All of Us Strangers, que… No, mejor no me hagan hablar o voy a llorar. Incluso en una superproducción como Gladiator II —¡incluso entonces!—, Mescal no se contentó con lucir sus musculosos muslos mientras soltaba grandilocuencias sobre el honor, la gloria y la traición de Roma. No. Tenía que hacernos sentir la vulnerabilidad y el tormento interior de Lucio Vero Aurelio. Maldito sea, tenía que hacernos sentir.

Y ahora, Dios mío, habla con esa actitud amistosa y despreocupada sobre sus dos nuevas películas, The History of Sound (en cines) y Hamnet (estreno en noviembre), que podrían ser las más tristes y conmovedoras hasta la fecha. La primera, un drama histórico sobre una desafortunada historia de amor entre dos hombres que graban música folclórica rural antes de que las canciones se pierdan para siempre en el tiempo (doble suspiro), se estrenó en Cannes con una ovación de seis minutos. La segunda, basada en una novela de Maggie O’Farrell sobre el dolor que envuelve a la familia Shakespeare por la pérdida de su hijo pequeño, es tan lacrimógena que, cuando asistí a una proyección anticipada para la prensa en Nueva York, al terminar la película, un amable guardia de seguridad pasó repartiendo pañuelos a los espectadores mientras recogían sus pertenencias y se reponían emocionalmente durante los créditos.

Basta decir que resulta un poco desconcertante ver ahora a Mescal riéndose de un perro salchicha y un caniche que se aparean de manera intensa en el césped (“¡Se lo están pasando muy bien!”), y a él mismo pasándoselo muy bien mientras habla placenteramente sobre la profunda fragilidad de muchos de sus personajes y de su atracción por esa fragilidad, y también de cómo, en cierto modo, debe compartirla. “Siento que lo entiendo”, dice, mientras el sol se filtra alegremente a través de los árboles. “Y eso debe significar que hay algo de eso en mí”. Lo cual es algo muy angustiante para decir durante un paseo en una tarde de verano, y tal vez él quiera profundizar un poco en eso.

Mescal se rasca la cabeza, se quita los audífonos del cuello y agita el cable como si fuera un abanico. “No veo mi vida como una comedia, ¿entiendes lo que quiero decir? No creo que esté viviendo una maldita tragedia, pero creo que tengo predisposición a…”. Se queda callado y agita los audífonos con más fuerza. “No lo sé. Creo que simplemente vivo…”. Sigue agitándolos. “Si tuviera un gráfico, ¿quizá estaría más cerca del drama que de la comedia…?”.

Arrastra los pies hasta el otro lado del camino. Se devuelve y se aleja arrastrando los pies otra vez. “Sí, no me siento mal”, dice finalmente. “La manera en la que lo describiría es que tengo muchos altibajos. Hay picos altos y bajos, a veces incluso en el mismo día. Creo que ha sido así en mi cabeza desde que tengo memoria”. Se vuelve a rascar, y vuelve a agitar los audífonos. “Lo que más me agota de mi cerebro es que no consigo simplemente pensar que todo está bien. O es genial o es malo”.

Fotografías por RYAN MCGINLEY

***

Desde fuera, es fácil ver lo maravilloso que debe de ser estar dentro de la cabeza de Paul Mescal, con todos estos directores de primera fila peleándose por contratarlo y diseñadores de primera fila peleándose por vestirle, y los adorables videos de él bailando en Glastonbury con su novia, Gracie Abrams, quien hizo oficial su relación en una publicación de Instagram en la que aparecen ella y Mescal recostados en el pasto, felices bajo el sol. Con todas las nominaciones (Emmy, Óscar) y todos los premios (Olivier, BAFTA) y todos los críticos que lo denominan un “talento generacional”, el “próximo Marlon Brando” e “impoluto de vanidad y ego”. Con el hecho de que todos los que lo mencionan parecen deshacerse en elogios no solo por sus dotes interpretativas, sino también por su extraordinaria humanidad en sí. “Es una persona genuinamente maravillosa, dulce, considerada y amable”, dice efusivamente Oliver Hermanus, quien lo dirigió en The History of Sound, el primer proyecto en el que Mescal también es productor ejecutivo. “De hecho, es nauseabundo pensar que no hay nada malo que decir sobre Paul. [Simplemente me gusta] saber que existe”. Además, continúa Hermanus, “tiene acceso a una gama muy completa de emociones e ideas, y está realmente dispuesto a explorarlas, a tocar el nervio vivo”.


“No estaba en un buen momento mentalmente el año pasado, y me resultó útil estar solo”.


“Yo lo llamaría emotividad más que tristeza”, opina Andrew Scott, quien actuó junto a Mescal en All of Us Strangers y que, al igual que Hermanus, lo considera un amigo cercano. “Creo que eso es lo que la gente percibe en él. Tiene un alma muy profunda y hermosa, por lo que, naturalmente, se siente atraído por cosas que también tienen un alma muy profunda”.

“Lleno de sentimiento” es un buen punto de partida para describir la profundidad psicológica de Mescal, pero, sin duda, hay motivos para examinar los datos biográficos que conocemos. Mescal, de 29 años, creció en Maynooth, Irlanda, que actualmente cuenta con unos 17.000 habitantes y, si nos fiamos de Google, es un lugar pintoresco y tranquilo, ideal para el tipo de infancia equilibrada que el actor afirma haber tenido, jugando a juegos de rol en vivo por los valles y cañadas (“Jugué con espadas y pistolas de juguete hasta los 15 años, un poco tarde”). Su madre era policía y su padre, un profesor que había incursionado en la actuación, aunque no era algo de lo que, como padre e hijo, hablaran mucho. No tenían mucho dinero, pero, al parecer, sí mucho amor (“Conozco a su familia y son personas realmente maravillosas”, confirma Scott; “Son muy unidos, es muy envidiable estar cerca de los Mescal”, corrobora Hermanus). Por supuesto, su hermano y su hermana menores lo adoran. Por supuesto, sacaba buenas notas. Por supuesto, era bueno en los deportes, primero en el hurling y luego, más tarde, en el fútbol gaélico. Por supuesto, no se metía en líos. Por supuesto, la única vez que se metió en líos, al contestarle a un profesor en el colegio y acabar castigado, se arrepintió casi de inmediato (“Me emocionaba la idea de estar castigado. Pensaba que era un tipo rudo, pero cuando estaba en la sala de castigo, pensé: “Esto es jodidamente aburrido”. Nunca más volví a estar castigado”).

Naturalmente, tuvo los problemas típicos de la adolescencia, pero probablemente solo los más comunes. Mescal era algo tímido y recatado, le avergonzaban sus manos grandes y la torpeza de su cuerpo en pleno crecimiento. La primera vez que intentó besar a una chica, se pasó de largo y acabó golpeándole la cabeza, algo humillante, pero probablemente no una herida psicológica. Cuando, a los 16 años, se rompió la nariz al golpear la cabeza de otra persona durante un calentamiento de fútbol, añoraba su antigua nariz, sin saber que la nueva deformidad le daría algún día un aspecto lo suficientemente romano como para retozar en un anfiteatro para gente como Ridley Scott. Esto, por supuesto, era inimaginable.

Fotografías por RYAN MCGINLEY

Aun así, el actor dice: “Me sentía una especie de Troy Bolton en la secundaria” cuando fue elegido para interpretar al fantasma en la versión de El fantasma de la ópera de su colegio y se dio cuenta de que el teatro ofrecía la misma camaradería y competitividad que el fútbol gaélico —“La audición fue como El señor de las moscas”—, pero sin los golpes violentos: “Pensé: ‘Oh, es como una droga. Es glorioso’”.

En la Lir National Academy of Dramatic Art de Dublín, rodeado de jóvenes que llevaban haciendo manos de jazz desde que eran niños, Mescal sostiene que su perseverancia le ayudó a salir adelante. “No tenía el talento natural que sentía que tenían los demás, así que tenía que buscar otra motivación”, afirma. “O, no, supongo que el talento que tenía entonces probablemente no es diferente del que tengo ahora, pero no me sentía talentoso. Cuando veía a actores de mi clase que tenían más experiencia en improvisación, por ejemplo, o haciendo cosas en las que yo no tenía experiencia, empezaba a entrar en pánico, porque hasta ese momento había pasado gran parte de mi vida siendo bueno en el fútbol gaélico y pensaba que era bueno en eso. En cuanto a la actuación, me encantaba hacerlo, pero no sabía si era bueno, y me sentía mal al respecto”.


“Ya sabes, esa charla loca de borrachos en la que dices: ‘Hagámoslo, joder’. Y lo hicimos”.


Pensó en dejarlo hasta que un profesor lo convenció de que no lo hiciera. Y como no se fue, decidió que la única opción era “ser el puto mejor”, lo que lo llevó a una existencia “monástica” y a una disciplina y abnegación muy estrictas. “Creo que eso era algo que podía hacer gracias al deporte: el sacrificio”, afirma ahora, sentándose en un banco del parque y encendiendo uno de los Marlboro Gold. “Después de la escuela de teatro me di cuenta de que eso no es necesariamente útil de forma permanente como persona creativa. Pero me fue útil en ese momento”.

De todos modos, no está seguro de querer volver a repetir todo ese tema. “Me aburro de mí mismo en lo que respecta a ese aspecto de mi vida”, dice, sin desagrado. “Me oigo decirme: ‘Cállate, cállate, cállate, cállate’”. Da otra calada, y durante un momento, se queda en silencio. Pero luego añade: “No creo que el año pasado estuviera en un buen momento mentalmente, y me resultó útil estar solo por eso, y también por las películas en sí. Supongo que fue una especie de bendita casualidad. No es que quiera volver ahí”, dice sobre la melancolía, la sensación de inquietud que caracterizó los meses en los que rodó The History of Sound y Hamnet. “Eso tiene fecha de caducidad en términos de sostenibilidad. No quería estar así cuando estaba sucediendo, pero ahora que ha terminado, me alegro de no haber tenido que recurrir a ciertas cosas”.

El hecho de que no tuviera que esforzarse es parte de lo que hace que The History of Sound sea tan inquietante. Dice que su personaje quería tanto al personaje de Josh O’Connor que, cuando O’Connor terminó de rodar y se fue del set, Mescal añoraba su presencia. Cuando supo que Jessie Buckley —quien  interpreta a Agnes, la esposa de Shakespeare, en Hamnet— estaba rodando una escena difícil sin él, lo único que pudo hacer fue no correr al set para consolarla. “Estaba loco”, dice sobre esos momentos. “Sentía que quería estar allí, pero también pensaba: ‘No puedo estar allí, sería muy raro’”. En lugar de eso, se mantuvo al margen, leyendo poesía y escribiendo, como habría hecho Shakespeare.

“Creo que, al igual que Shakespeare, Paul expresa [a través de su arte] partes de sí mismo que quizá no podría expresar en la vida real”, me dice la directora de Hamnet, Chloé Zhao. “Está creando un contenedor para sí mismo, expresándose y permitiéndose sentirlo. No contrataría a un actor que no tuviera eso para interpretar a William Shakespeare”.

De hecho, cuando le propusieron por primera vez adaptar la novela, mientras conducía por el desierto de camino al Festival de Cine de Telluride 2022, Zhao se mostró reacia. “Me negué. Dije: ‘No se me ocurre nadie que pueda interpretar a Shakespeare con ese nivel de fuerza arquetípica’”. Luego llegué a Telluride y recibí una llamada de mi equipo: ‘Hay un actor llamado Paul Mescal que quiere reunirse contigo’. Lo busqué en Google, vi su rostro y pensé: ‘Oh… interesante’”..

Fotografías por RYAN MCGINLEY

Mientras estaban en Colorado, los dos se reunieron para dar un paseo y Zhao se encontró estudiando el perfil de Mescal. “Pensé: ‘Esta es una persona que puede canalizar algo para mí’”, explica. “La obra de William Shakespeare es muy violenta, muy oscura, muy masculina, para bien o para mal, así que quería a alguien que no tuviera miedo de adentrarse en un terreno que, en el clima actual, podría parecer tóxico u oscuro. Necesitaba a alguien que estuviera dispuesto a hacerlo”.

Al final, tanto Mescal como Buckley estaban más que dispuestos a ir a dondequiera que Zhao los llevara. Los actores se conocieron en la isla griega de Spetses durante el rodaje de la ópera prima de Maggie Gyllenhaal, La hija oscura, en 2021, y salían como amigos en Nueva York en 2024, mientras Buckley grababa The Bride! de Gyllenhaal y Mescal, The History of Sound. Uno de sus lugares favoritos era un local llamado Joyface, en Alphabet City. “A veces cerraban y nos dejaban quedarnos después, a Jessie, Oliver [Hermanus], Freddie [la pareja de Buckley] y a mí, y podíamos poner canciones de musicales”, cuenta Mescal. “Así que, un día estábamos ahí, los dos borrachos, y faltaban meses para empezar a rodar, y los dos dijimos: ‘Vamos con toda’. Ya sabes, esa charla loca de borrachos en la que dices: ‘Hagámoslo, joder’. Y lo hicimos. Se puede decir que nos comprometimos al máximo”.

“En cada escena, decíamos: ‘Subámonos a la montaña rusa y veamos qué pasa. Sin importar lo que decidas, yo estoy contigo’”, coincide Buckley. “A veces se genera una conexión, una química y una confianza entre las personas en el set que te permite llegar a un lugar aún más desconocido y profundo de lo que has llegado antes. Y creo que Paul siempre está buscando llegar a lo desconocido dentro de sí mismo. Es muy inusual porque es un hombre y un ser humano gigantesco, y hay mucha sensibilidad justo debajo de la primera capa de su piel, que él te deja ver”.

La preparación para Hamnet implicó trabajar con los sueños (empezó a verlos como algo conectivo, posiblemente incluso predictivo, “una manifestación del miedo, tal vez”, y un vínculo entre su subconsciente y el personaje). Implicó conectar con una especie de masculinidad primitiva que normalmente evita, haciendo un trabajo de “polaridad” con Buckley en el que, según Zhao, “todo lo que ella tenía que hacer era rendirse, y todo lo que él tenía que hacer era contener”. Implicó ejercicios junguianos para, como dice la directora, “sumergirse en el inconsciente colectivo” de modo que él “realmente canalizara a Shakespeare, en lugar de actuar según lo que decidimos que él debía ser”. E implicó abrirse a un tipo de dolor que, dice, nunca ha experimentado personalmente. “Ni siquiera puedo contemplar la muerte de alguien a quien amo”, afirma. “Algunas personas aceptan el concepto de la muerte. Algunas personas están bien con eso. Recientemente tuve una conversación con alguien que hablaba con mucha elegancia sobre su relación con la muerte, y creo firmemente que esa es su postura, pero la mía no podría ser más distante”.


“No creo ser una persona tranquila, en general. Soy un poco obsesivo. Es la forma en que funciona mi cerebro”.


También dejó de beber mientras rodaba la película, aunque cuando Zhao le sugirió que se emborrachara de verdad para una escena en la que Shakespeare lo hace, Mescal aceptó. “Llevaba semanas sin beber y entonces me emborraché como una cuba bebiendo bourbon puro”, me cuenta. “Me quedé dormido. La verdad es que no recuerdo mucho de ese día”. Buckley se ríe a carcajadas cuando se lo menciono. “Tengo algunas fotos buenísimas y comprometedoras que nunca verán la luz”, afirma. “Después de hacerlo, él dijo: ‘No hay otra manera de haber hecho esa escena’. Y luego llegó al día siguiente y dijo: ‘Oh, no, ¿qué he hecho?’. Pero lo hizo”.

La escena es fundamental en la película, el momento en el que Agnes Shakespeare empieza a preocuparse por la salud mental de Will. Cuando le pregunto a Mescal qué pasó el año pasado que le hizo “no estar en un buen momento mentalmente”, no quiere entrar en detalles. “De cualquier manera, durante tus 20 años te conviertes en una persona diferente”, responde con modestia. “Siento que era inocente de una manera que es agradable recordar, y me entristece un poco sentir que ya no soy tan así. Conseguir lo que quiero ha disuelto parte de esa inocencia”.

O, como mínimo, aclara, le ha hecho temer perder lo que tiene, y es protector de esa alquimia psicológica que todavía baila a su alrededor. “Haces algo bien y eso se convierte en tu punto máximo”, continúa. “Eso no deja mucho margen para el presunto fracaso. Para mí, la presión que sientes cuando entras en el set es mucho más aterradora ahora de lo que habría sido entonces, porque ni siquiera sabía qué consideraba bueno”.

De todos modos, mientras regresamos al metro bajo la tenue luz del atardecer, sobre su melancolía me dice: “Tuve mucha suerte de estar rodeado de gente como Oliver y Josh, y Jessie y Chloé, que permitieron que eso existiera y, en última instancia, me sacaron de ahí”.

***

A la noche siguiente, nos volvemos a encontrar en un pequeño bar al que Mescal dice que solía ir cuando interpretaba a Stanley Kowalski en Un tranvía llamado Deseo en el Almeida Theatre, una actuación que fue aclamada como “fascinante”, “eléctrica” y “feroz”. La mesera lo conoce lo suficiente como para adivinar lo que va a pedir (algo con whisky, pero afrutado). “Este era mi pequeño rincón, así que no lo divulguen, por favor”, dice, tomando un trago.

El día había sido muy ajetreado: se había levantado temprano para dirigirse al estudio donde ensaya el elenco de los Beatles. “Un día normal es así: nos levantamos, vamos a Bobbington, que está a una hora y cuarto en coche, y escuchamos a los Beatles en el auto”, me cuenta. “Luego entramos al estudio e intentamos caminar, hablar, tocar y pensar como los Beatles. Después nos subimos al auto, volvemos a escuchar a los Beatles y nos vamos a casa”. En el pasado, era un poco desconfiado de los proyectos que se alargaban, pero este es diferente: actuará en vivo, lo que significa que tendrá que sonar de forma convincente como el miembro vivo más famoso de la que es, posiblemente, la banda más famosa e importante de la historia de la música. El año pasado, empezó a aprender a tocar la guitarra con la mano izquierda, como McCartney. “Sería una locura no tocar con la mano izquierda, ¿no?”, dice sobre el reto que ha aceptado. “Es como decir: “Nah, me gusta mucho [McCartney], pero no lo adoro”. Ese sería el mensaje si no tocara con la mano izquierda. Y pienso que es el hombre más genial del planeta Tierra”.

El reto también se adapta a la intensidad de su personalidad. “No creo ser una persona tranquila, en general”, afirma, revolviéndose el pelo. “Cuando estoy con gente a la que quiero y con la que me siento seguro, me gusta hacer tonterías, es una sensación que no tengo muy a menudo y me gusta, pero creo que, en general, soy…”. Hace una pausa, pensativo. “Quizá no intenso, pero sí un poco obsesivo. Ahora mismo estoy obsesionado con los Beatles. Es parte de mi trabajo, pero también es la forma en que funciona mi cerebro. Me emociona escuchar música, componer música, absorber música, ir a conciertos, todas esas cosas… Empieza con una intensidad relacionada con el trabajo y luego se convierte en parte de mi personalidad durante un tiempo”.


“¿La gente cree que lloro todo el tiempo? ¡No es así! Odio llorar. No me gusta”.


Mescal me cuenta que últimamente ha estado leyendo John & Paul: A Love Story in Songs, de Ian Leslie. “Me ha hecho replantearme toda su relación”, afirma Mescal. “La entendemos como algo que se volvió sumamente antagónico, lo cual fue así durante un tiempo, pero también fue, en mi opinión, la mayor colaboración creativa que quizás hayamos tenido como seres humanos, al menos en tiempos modernos. Él la basa en una especie de amor. Es muy, muy conmovedor. Lloré mucho”. Se da cuenta de lo que dijo y sonríe. “¿La gente cree que lloro todo el tiempo?”, pregunta, mientras se toma una segunda bebida que parece haberse materializado frente a él. “¡No es así! Odio llorar. No me gusta. Lo detesto. No sabría decirte cuándo fue la última vez que lloré antes del domingo pasado, por ejemplo”.

Se niega a entrar en detalles sobre lo que le hizo llorar el domingo pasado: “Solo la vida, pero todo está bien”. Y desde luego no quiere hablar de su vida amorosa. “No sé cómo responder a eso”, dice cuando le pregunto si hay algún momento o acontecimiento en particular que les haya llevado a él y a Abrams a decidir hacer pública su relación. “En realidad sí tengo una respuesta, pero todo lo relacionado con eso es muy valioso para mí y no quiero… Esto no es… Yo realmente no… Umm… Básicamente, quiero proteger esas cosas”.

En cambio, pregunta si podemos salir a fumar, lo que hace mientras camina lentamente por el borde de la estrecha calle, vestido con una camiseta blanca del Festival de Cannes. Lo que pasa con el llanto es lo siguiente: la gente habla del peso emocional de las películas en las que participa, pero ¿no es cierto que la mayoría son en realidad historias de amor, y además tiernas? Él quiere “darlo todo”, por supuesto. Quiere interpretar personajes como “los hombres que amo en mi vida, que a menudo tienen esta cualidad de ser silenciosamente emocionales y les resulta difícil expresarlo”. Quiere que sus papeles den pie a conversaciones importantes sobre la masculinidad y la salud mental, e incluso habla, en cierto modo, de la propia: “Gracias a Dios por la terapia. Gracias a Dios que tenemos ese lenguaje para acudir a alguien con quien hablar de tus sentimientos y que no tiene ningún tipo de conocimiento previo sobre quién eres”.

Pero Mescal también aclarar que toda la oscuridad y el desamor están al servicio de algo muy hermoso, algo muy innato de la condición humana. Qué revelador es recordar que Shakespeare era un hombre de familia, un esposo, un padre, un hijo. Qué fascinante es pensar en los Beatles como una historia de amor. ¿Qué es la pérdida sino la medida del amor? ¿Qué es el anhelo sino una forma de cariño? Y, ¿no es eso lo importante? Que la profundidad es suya, y puede ser grande o puede ser mala, pero es profundamente preciada para él: esa alquimia misteriosa es lo que hay que proteger. “Es muy difícil conservar cualquier tipo de misterio”, comenta. “Y creo que, de todas las formas de arte, [la actuación] es la más importante para eso”.

De vuelta en el bar, Mescal pide otra ronda. La pequeña sala ha empezado a llenarse (“Han llegado los bros financieros”, dice Mescal, sonriendo. “¡Vamos, chicos!”). Una banda de tres miembros se dispuso junto a una pared: una mujer toca el contrabajo, un chico la guitarra eléctrica y otro una pequeña batería.

“¡Es una canción de los Beatles!”, anuncia Mescal de repente, tras cuatro notas de un nuevo tema. Canta con una expresión tranquila. “¿Sabes lo más loco? La mayoría de la gente aquí puede que reconozca la canción, pero quizá no sepan que es de los Beatles. ¡Se llama ‘And I Love Her’! ¡Es una canción de Paul y John! I’ll give you her, and I love herrrrrrrr”.

El actor se da la vuelta y mira con ojos brillantes a la banda. “Mira cómo están encontrando cosas ahora”, me dice, inclinándose hacia atrás y señalando los instrumentos. “Están haciendo una transición y él está mirando las manos de ella, ¿ves? Está mirando sus manos. Está averiguando cuál es el acorde”. Hay algo extasiado en el movimiento de cabeza de Mescal. “Me encantaría poder tocar música así”.

¿Cuántas copas hemos tomado ya? ¿Tres? ¿Cuatro? La sala está cargada por el calor, la multitud, las cuerdas y el tambor, y de alguna manera ahora estamos hablando de Merrily We Roll Along, el musical de Steven Sondheim que Richard Linklater está adaptando con Mescal. “Me gusta más Sondheim que el teatro musical”, suspira Mescal. “Sondheim, Shakespeare y los Beatles. ¡Genios!”.

Busca a tientas en su teléfono. “¿Cuál es la canción de John Wilkes Booth?”. Finalmente, encuentra la banda sonora de Assassins de Sondheim y ambos inclinamos la cabeza sobre el pequeño altavoz, con la boca de Mescal formando una pequeña O de asombro. “It takes a lot of men to make a guuuuuuun!”, canta. “Huuuundrrreds! Many men to make a guuuuuun”.

Es decir, escuchen eso. Qué musical, ¿eh? ¿Quién no querría estar en uno así? Tan grandioso, tan triste. Tan lleno de anhelo. “It takes a lot of men to make a guuuuuuun!”. La voz de Mescal es profunda y temblorosa. La alegría en su rostro es exquisita.


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