Oliver Laxe: filmar el desierto para recordar que estamos vivos

El cine de Oliver Laxe no busca explicar el mundo sino desencantarlo de su falsa evidencia. Desde sus primeras obras (Todos vosotros sois capitanes, Mimosas, Lo que arde) hasta Sirat (producida por Pedro Almodóvar), su filmografía ha sido un gesto persistente contra la anestesia de la mirada, una invitación a percibir lo visible como umbral y no como superficie. En su cine, la naturaleza no es paisaje sino fuerza activa; los cuerpos no son personajes psicológicos sino presencias atravesadas por algo que los excede.

Con Sirat, Laxe se adentra en el desierto no como escenario simbólico sino como experiencia límite. Un territorio que no concede distracciones, que obliga a la atención radical y que confronta al ser humano con su fragilidad esencial. La película avanza entre la contemplación y la rudeza, entre la epifanía y el peligro, construyendo un cine de tránsito que dialoga tanto con el western como con la experiencia espiritual.

En esta conversación, el director habla del desierto como lugar de sufrimiento y revelación, del ritmo como acto de resistencia frente a la claridad impuesta, y del cine como una forma de psicoterapia profunda, capaz de provocar catarsis, muerte simbólica y renacimiento. Lejos de cualquier discurso decorativo, Laxe piensa el cine como una práctica ética y sensorial, donde confiar en la imagen y en el espectador se vuelve un acto político.

Sirat dialoga con el desierto como un espacio de revelación. ¿Qué hallazgo personal o cinematográfico surgió en usted al trabajar en este territorio?

El desierto te da quitando. Es un territorio que yo he sufrido, porque he vivido allí cinco años. Y el secreto de la existencia está en el sufrimiento. Es en la muerte —en nuestra muerte— cuando más conectamos con la vida.

Yo conocí ese secreto allí. En el desierto estás todo el tiempo calculando, muy concentrado. Primero, no te puedes distraer: no hay nada, no hay rocas, no hay árboles. Y segundo, tu ser sabe que, si te equivocas, mueres. Entonces hay un nivel de concentración y de conexión con tu ser muy fuerte.

Eso te conecta con tu esencia, con algo más profundo. Y entonces todo se vuelve una epifanía, una revelación. Sientes el mundo habitado, mágico. El desierto está vivo. Lo sientes vivo.

Cortesía de Cineplex

La película transita entre la contemplación de ese desierto y su rudeza extrema. ¿Cómo definió el ritmo interno de Sirat?

Vivimos en un momento donde hay un fascismo de la luz. Todo tiene que ser claro. Todas las películas son claras. Y eso es un problema, porque los directores ponen demasiado peso en las imágenes: las instrumentalizan para decir cosas, para ser claras.

Al final, esas imágenes llegan al montaje muertas. No dicen nada, no evocan nada. La clave está en el equilibrio entre decir y evocar. Cuando quieres decir demasiado, no dices nada. No hay sombra, no hay misterio, no hay trascendencia, no hay extrañamiento.

Para mí, la clave es sospechar de mí mismo. Confiar mucho en las imágenes, pero también protegerlas de mí. Yo no soy más sensible que otros directores; simplemente sospecho más de mí mismo. Confío en la complejidad de la imagen: de dónde viene, qué capas tiene, qué está trabajando sin que yo la controle.

Y lo segundo es confiar en el espectador. Incluso cuando la imagen parece decir cosas muy claras, confío en que está operando en otros niveles. Sirat es una prueba de eso.

De hecho, la gente a la que no le gusta la película confirma que he hecho bien mi trabajo. Cuando los escucho hablar, cuando veo cómo necesitan compartir la experiencia con otros, cómo necesitan integrar lo que les pasó… eso sucede mucho en psicoterapia.

Yo estoy estudiando psicoterapia, y para mí es una confirmación: la película está tocando donde tiene que tocar. Está removiendo donde tiene que remover. Está provocando catarsis.

Déjame decirte que yo soy psicoterapeuta y durante la conversación surgió una conexión muy clara entre Sirat y la psicoterapia. Usted incluso habla de la película como una experiencia de choque. ¿Cómo entiende esa relación?

A mí me interesa mucho el trabajo de Fritz Perls, que comenzó en el psicoanálisis y luego desarrolló la Terapia Gestalt. También me interesa profundamente Stanislav Grof, y todo su trabajo en torno a la psicoterapia con LSD.

En ese sentido, Sirat es un poco psicoterapia con LSD. Es terapia de choque. Es un proceso de muerte y de renacer. Es una muerte perinatal: mueres viendo la película. Y eso es bueno, es positivo, como bien sabes. El espectador atraviesa algo. No sale intacto. La película no está hecha para tranquilizar, sino para activar procesos internos profundos.

En su cine, los personajes parecen enfrentarse siempre a fuerzas que los trascienden, muy a menudo ligadas a la naturaleza. ¿Qué aspecto de esa confrontación le interesaba explorar específicamente en Sirat?

Vivimos en un momento de una fuerte desacralización del mundo. Todo se ha vuelto plano, utilitario, despojado de misterio. Y mi deseo, mi verdadera intención como cineasta, es transmitir al espectador que vive en un mundo encantado, mágico, habitado.

Me interesa que el espectador sienta que detrás del mundo material hay un mundo sutil, espiritual, que vibra, que está ahí y que es benéfico. Son palabras grandes, lo sé, pero si tuviera que resumir mi intención sería esa. Que el espectador diga: “Esto es un desierto, sí, pero siento que es algo más que un desierto”. “Esto es un tren, pero es algo más que un tren”. “Estos seres humanos son cuerpos, pero son algo más que cuerpos”.

Ojalá pueda lograr eso poco a poco. Que el cine vuelva a ser una puerta hacia lo invisible, no solo un reflejo de lo evidente.

Cortesía de Cineplex

¿Considera Sirat una road movie, un rito de pasaje?

Sí, completamente. Es una road movie espiritual. También es un western espiritual. O incluso un eastern, porque no van hacia el oeste, sino hacia el este. Hay un oriente físico y un oriente metafísico. El género está tratado de una manera contemporánea. El viaje no es solo geográfico, es interior. El proceso espiritual del ser humano es una road movie: está en permanente movimiento. La vida misma es una prueba. El flujo del ser humano y del universo es movimiento. Por eso no hay que mirar atrás. Hay que mirar adelante. Con acelerador.

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