La fiesta interminable de Fatboy Slim: “Los DJ nacen de las ganas de pasarle a otro algo que te voló la cabeza”

Norman Quentin Cook es Fatboy Slim. Pero también fue, es y será Freak Power, Beats International, Pizzaman, Mighty Dub Katz, The Brighton Port Authority, Cheeky Boy, Fried Funk Food y un par de personalidades más que conviven dentro de él sin necesidad de hacer terapia.

Sus múltiples facetas lo llevaron a ser un bajista pop con conciencia social, un arquitecto del dub, un armador de noches house, un predicador del funk y, finalmente, un DJ superstar. La carrera de Cook no se movió en línea recta: zigzagueó, mutó, se reinventó una y otra vez. Y cada uno de esos nombres fue una excusa para explorar un ritmo distinto, una identidad sonora, una nueva forma de hacer saltar cuerpos sin pedir permiso.

En los 80 fue parte de The Housemartins, donde tocaba el bajo y cantaba sobre desigualdad con armonías góspel. En los 90 tomó el camino opuesto: se escondió detrás de nombres como Beats International o Pizzaman, y empezó a construir hits desde las sombras, cruzando reggae, electrónica y cultura rave. Más tarde, como Freak Power o Mighty Dub Katz, probó el funk y la psicodelia de club. Y cuando finalmente eligió un nombre definitivo —Fatboy Slim— no fue para ponerle fin a la búsqueda, sino para amplificarla.

En una época en la que los DJ eran casi invisibles, Cook se convirtió en una estrella. No por el ego, sino por el carisma: con camisetas hawaianas, sonrisas eternas y sampleos impredecibles, convirtió la pista en su santuario. Con megahits como “Right Here, Right Now”, “The Rockafeller Skank” o “Praise You”, cocreó la idea de la electrónica como una forma de vida, y fue la antesala del boom global del EDM.

Este mes, esa celebración toma forma de gira por Argentina. Fatboy Slim se presentará el viernes 19 en el Movistar Arena de Buenos Aires, con paradas también en Rosario, Córdoba y Mendoza. No es revival ni nostalgia: Fatboy vuelve, y su misión esta vez es que el Movistar Arena salte de su eje. Desde su casa en Brighton, Norman —o Fatboy— habló con Rolling Stone sobre su carrera, el pasado y también el futuro.

Por primera vez vas a tocar en Buenos Aires en un show tuyo, en un estadio cerrado, no en un festival ni en un club. ¿Cómo lo vivís?

Sí, sí… Es verdad. Esta es la primera vez que hago un concierto-concierto. Siempre fueron DJ sets, festivales o clubes. Y sí, vine varias veces: estuve en Mar del Plata, en Creamfields, en Personal Fest… incluso toqué como cuatro veces en Pacha. Pero nunca había hecho algo así, algo mío en un lugar como el Movistar Arena. Y todo eso fue parte de un plan. Lo que pasaba es que no encontrábamos al promotor correcto. Siempre tuvimos buenas experiencias, pero no lográbamos construir una estructura real en Argentina. Mientras tanto, en Brasil sí: teníamos un promotor excelente y eso nos permitió armar cosas increíbles allá. Pero acá… fue como que siempre quedaba pendiente. Estoy feliz de que finalmente pase. Por cierto, quiero decir, este show en Buenos Aires lo venimos planeando hace como dos años. En mi último viaje toqué en Rosario, en Córdoba… ¿Mar del Plata también? Pero no tocamos en Buenos Aires, y fue a propósito. Queríamos generar expectativa, que haya un deseo real de que pase algo grande. Y desde ese momento lo tuvimos claro: la idea era tocar en esa arena. Me acuerdo de que aterricé en Buenos Aires, fui al estadio, lo recorrí, lo miré y pensé: “Si lo armamos bien, si lo construimos con paciencia, en dos años podemos llenar esto de gente hermosa”. Y va a ser hermoso. Así que sí, el show en Buenos Aires es muy especial. Lo estuvimos planeando mucho tiempo.

¿Cómo armar un setlist para un show tan grande? ¿Cambian las canciones según el venue o el lugar?

La verdad, todo depende de la vibra. Tengo algo así como un set base, pero no es fijo. Varía muchísimo según dónde esté tocando: no es lo mismo un club chico que una arena gigante, ¿sabés? Hay canciones grandes, canciones chicas, cosas más underground. Lo único constante es que siento que tengo que tocar tres o cuatro temas míos en cada set. Eso sí está grabado en piedra. Ahora, incluso esos temas pueden aparecer en versiones distintas, en remixes que no suenan como los originales. Nunca pienso: “Bueno, termino este set y ahora me pongo a armar uno completamente nuevo”. Es más como un stock: sacás algunas cosas, agregás otras, y al cabo de un año, casi todo cambió… salvo esos cuatro temas de Fatboy Slim. Así que está en constante evolución, pero siempre guiado por el tamaño del lugar, el horario, la energía del público. No es lo mismo tocar a las ocho de la noche que a las cinco de la mañana. Y eso se siente.

¿Conocés DJ argentinos o conocés canciones argentinas?

No mucho, la verdad. Pero te doy un ejemplo de cómo trabajo: la última vez que toqué en Mar del Plata, Chloé Caillet abrió el show. Y justo antes de que yo saliera, la vi poniendo un tema que volvió loca a la gente. Toda la multitud empezó a cantar “¡mi corazón, mi corazón!”, emocionadísima. Yo estaba tipo, “¿qué es esto?”. Después le pregunté y me dijo: “Es una canción argentina que me pasó un amigo”. Era un remix house de “Hablando a tu corazón”, de Charly García. Y fue increíble. Esa conexión, ese momento, me hizo buscarla rápido para poder recordarla y usarla en mi set. Así funciona para mí: siento la vibra, capturo cosas en el momento, y después las incorporo.

Fatboy Slim habla desde su estudio en Brighton. Detrás de él, una biblioteca enorme de madera rebalsa de CD, casetes y fetiches varios. Asoma, por ejemplo, un Roland TB‑303 Bass Line, el legendario sintetizador que marcó a fuego el sonido acid house y al que Norman homenajeó en una de sus primeras canciones como Fatboy Slim: “Everybody Needs a 303” [del álbum Better Living Through Chemistry, 1996]. Mientras vapea con calma, pero entusiasmado, Cook se remonta en el tiempo para contar su historia.

Fatboy Slim tocando en Melbourne, Australia, en marzo de este año, en un restaurante de comida rápida. (Foto: Victor Frankowski)

¿Cómo empezaste como DJ?

Fue en el 81 u 82, cuando me mudé a Brighton. Empecé a ir a clubes… primero iba solo a tomar algo, pasar el rato. Pero después, la música me atrapó. Escuché sonidos que nunca había oído antes. Eran clubes chicos, sudorosos, de esos con textura de vinilo. Había un groove muy fuerte, muy físico. Nada de hits radiales: era música underground, 400 personas en un sótano, DJ que no tocaban nada que estuviera en los rankings. Todo venía de esa transición post-new romantic, con mucha electrónica europea, algo de italo disco —me acuerdo de “Dirty Talk”, de Klein & MBO, rarísimo y brillante—, y también empezaban a llegar cosas de Estados Unidos: Grandmaster Flash, Afrika Bambaataa, “The Message”. Toda esa mezcla me voló la cabeza. Pero lo que más me enganchó fue el funk, el groove. Todo estaba basado en eso. Pero si tengo que elegir una canción que realmente me cambió la cabeza es “I Feel Love” de Donna Summer, compuesta por Giorgio Moroder. Esa fue la primera vez que escuché algo que sonaba totalmente futurista. No era funk, no era disco tradicional… era otra cosa.

En el medio de tu carrera como DJ, un amigo te invita a formar parte de su banda…

Sí, fue así. Cuando estaba en la escuela era amigo de Paul Heaton, y teníamos una banda en los últimos años de secundaria. Ya en ese momento sonábamos un poco como lo que después sería The Housemartins. Después me mudé a Brighton para ir a la universidad y él se fue a Hull. Estuvimos tres años sin tocar, pero siempre en contacto. Cuando terminé la universidad, Paul había perdido a su bajista y ya tenía contrato discográfico. Me llamó y me dijo: “¿Querés sumarte? ¿Nos ayudás?”. Conocía muchas de las canciones, así que dije que sí. Aunque musicalmente no era lo mío, Paul era un amigo de toda la vida y al día siguiente estaba arriba de un micro, girando por todo el país, tocando todas las noches y, bueno, emborrachándonos bastante también. Lo gracioso es que yo no era bajista. Era guitarrista. Tuve que aprender a tocar el bajo en dos días. Literal. Paul necesitaba un bajista y yo tenía dos días para resolverlo. Y así fue.

Cuando los Housemartins se separaron, volví de inmediato a la música que realmente me gustaba: hip-hop, reggae, electrónica. Así nacieron Beats International y después Freak Power. Siempre me preguntaban: “¿Qué hacías en The Housemartins?”. Y tenían razón. Pero fue por Paul. La banda era muy de él y de Stan [Cullimore, guitarrista], muy británica, y yo siempre estuve en otra frecuencia: me atraía más la música norteamericana, la brasileña, el folk. Pero la amistad fue lo que me llevó ahí. Y no me arrepiento. El año pasado me reencontré con Paul para tocar en Glastonbury, en el Pyramid Stage, el mismo escenario en el que habíamos tocado juntos por primera vez en 1986. Hicimos “Happy Hour” —hay un video en YouTube— y fue como cerrar un círculo 38 años después.

Ensayé una semana en secreto, ni siquiera mi hija podía saberlo. Llegaba del colegio y me preguntaba por qué tenía el bajo en la mano. “Nada, estaba practicando” [risas], le decía. Fue un momento hermoso. Paul y yo nos tenemos un cariño enorme, y que me invitara fue muy especial.

Después de esa experiencia te lanzaste a hacer muchos proyectos, Freak Power, Beats International e incluso como compositor de house con Pizzaman y Mighty Dub Katz…

Sí, en la época de Freak Power giraba con la banda tocando la guitarra… muy mal. Estaba rodeado de músicos de funk increíbles. Y yo era como Andrew Ridgeley en Wham! [risas]: estaba ahí parado, ya sabés. Como había producido el disco y escrito los temas, tenía que estar en el escenario, pero la verdad es que el resto no estaba muy contento. Me sentía completamente fuera de mi liga. Mientras estábamos de gira –largas, intensas, medio repetitivas– todos los días era la misma pregunta: “¿Cuántas entradas vendimos para esta noche?”. Y en medio de eso, me empezaban a llegar mensajes al celular: “Magic Carpet Ride”, de Mighty Dub Katz, había entrado en los rankings en Holanda. Y “Sex on the Streets”, de Pizzaman, también estaba sonando fuerte en los charts del Reino Unido. Y ahí pensé: “Capaz estoy en el lugar equivocado”. Estaba con una banda que sentía que frenaba, y al mismo tiempo, los discos que hacía desde otro lugar —más como productor, más como DJ— estaban funcionando. Ahí empecé a entender dónde me sentía realmente cómodo. Además, musicalmente, tanto Mighty Dub Katz como Pizzaman estaban metidos en el house. Pero el house, en ese momento, se había vuelto muy predecible. Todo era voces femeninas potentes y pianos gigantes. Muy fórmula. Y nos estaba aburriendo. Así que varios de nosotros —al mismo tiempo y sin ponernos de acuerdo— empezamos a mirar hacia atrás.

La idea era: crecimos con los Beatles, así que usemos esos ganchos melódicos. Vivimos el punk, así que traigamos la actitud DIY [Do It Yourself], la independencia, la rebeldía. Después nos formamos con el hip-hop y el funk, así que pongamos los breakbeats. Y sumémosle la energía del house original, del acid house. Todo eso junto —esa mezcla de espíritu rebelde, grooves gordos y cultura sampleada— terminó convirtiéndose en el big beat.

Cuando aparecieron el sampler y la caja de ritmos, todo cambió. ¿Sentís que ahí encontraste tu verdadero instrumento?

Esa era la cuestión para mí. Yo era un tipo blanco inglés al que le encantaba la música negra norteamericana. ¿Cómo hacés para meterte ahí sin impostar nada? Y la respuesta apareció cuando inventaron el sampler y la caja de ritmos: ahí los tipos blancos como yo pudimos hacer esa música sin tener que pretender ser otra cosa. Podíamos hacerlo a nuestra manera.
Conocí a los Chemical Brothers, que venían con una idea parecida. Jon Carter, Daft Punk… todos estábamos intentando cambiar las cosas desde nuestros lugares. Nos convertimos en una especie de colectivo, sin serlo formalmente. Cada uno tenía su ciudad, su noche, su sonido. Los Chemical tenían el Heavenly Social en Londres. Nosotros la Big Beat Boutique en Brighton. Y en ese momento me di cuenta de algo muy simple: salía de gira con Freak Power, con trece personas entre banda y staff, y perdíamos plata todas las noches. Pero si iba solo, como DJ, venía cuatro veces más gente. Los sets eran más largos. Podía hacer lo que quisiera. Todo ese tiempo que debería haber usado para aprender a tocar mejor la guitarra o el bajo, lo pasé pinchando discos. Aprendiendo a usar un sampler, una caja de ritmos. Le metí mis 10.000 horas. Ahí me di cuenta: soy mucho mejor DJ que músico.

Y entonces pudiste lanzar tu primer disco… Better Living Through Chemistry (1996), y con eso conocer bien Estados Unidos…

Fue el éxito del primer álbum. Empecé a girar mucho en Estados Unidos. Y eso fue clave, porque cada vez que tenía un día libre allá, me perdía en disquerías de segunda mano. Iba a todas, compraba vinilos por 50 centavos solo porque las tapas me parecían interesantes. Y los revisaba buscando breakbeats, un sample de guitarra, una acapella, lo que fuera. Ese ejercicio fue una fuente inagotable de ideas y un gran impulsor para el segundo disco.

Pero me parece que tu primer disco realmente armado como un álbum completo fue You’ve Come a Long Way, Baby (1998).

Sí, sí. Eso fue… esto que estábamos haciendo, esta música que estábamos haciendo, estos DJ sets que tocábamos… ahí me di cuenta de lo que le gustaba a la gente. Tenía la fórmula. Y fue el álbum más fácil que hice. También fue el más exitoso. Porque lo testeaba todo en tiempo real. Cada noche, cuando pinchaba, sentía lo que la gente quería. Después iba al estudio y lo grababa. Tocaba, por ejemplo, “Sliced Tomatoes”, de The Just Brothers —un disco de Northern Soul— y veía que todos decían “uh, qué groove”. Entonces decía: “Bien, voy a hacer un tema con ese groove”. Y eso fue “The Rockafeller Skank”. Las ideas iban directo de la pista de baile a mi pequeño estudio en casa. Podía trabajar cuando quisiera, quedarme despierto toda la noche si tenía una buena idea. No tenía que pagar tiempo de estudio, ni reservar nada, ni un ingeniero. Era sólo yo. En esa época también pude empezar a trabajar con Spike Jonze. Tuve la suerte de colaborar con gente realmente brillante. Gente que piensa de manera diferente, pero sigue siendo accesible. No es avant-garde. Y Spike me encontró. Hizo un video para “The Rockafeller Skank” donde él bailaba, como en el de “Praise You”, solo. Y lo dejó, y se las ingenió para meterlo en la habitación del hotel. Y yo pensé: esto es brillante. Así que le dije: “¿Podés hacer mi próximo single?”. Y él dijo: “Sí”. Le pregunté si podía hacer esa idea, pero con un grupo de bailarines. Spike es brillante. El momento más divertido de mi vida fue una noche que me llamó y me dijo: “Estoy cenando con Christopher Walken. Y no para de tirar indirectas para hacer tu baile. Para tu próximo single, ¿hacemos que Christopher Walken baile tap?”. Y yo solo dije: “¡Sí, a la mierda!”. Y él respondió: “Okay, listo, listo”. Así fue como surgió ese video de “Weapon of Choice”, que estuvo en Halfway Between the Gutter and the Stars (2000).

Ese momento en el que todo lo podías hacer vos solo, en tu casa, sin depender de nadie… Debió haber sido una revelación, ¿no? Como descubrir algo nuevo todos los días. ¿Lo viviste así?

Fue espectacular. Lo más divertido de esa época era que estábamos haciendo algo que nunca se había hecho antes. Estábamos inventando, no había reglas. Y era genial. Cada vez que hablaba con otro productor —los Dust Brothers, los Chemical Brothers, Jon Carter— la charla era la misma: “¿Cómo hiciste esa parte? ¿Cómo lograste ese sonido?”. Compartíamos ideas porque nadie sabía bien nada todavía. Ni siquiera las reglas legales estaban claras. No sabíamos hasta dónde podías romperlas.

Por ejemplo, cuando le llevé por primera vez “The Rockafeller Skank” al sello, se quedaron helados con esa parte en la que el tema se frena, se deconstruye. Me dijeron: “Eso no puede ir en la versión para radios, la gente va a pensar que se les rompió el equipo”. Y yo les respondí: “¡Esa es la idea!”. Es para desconcertar. Para joderte la cabeza. Eso era lo que más me gustaba: hacer música con errores, con tecnología que fallaba a propósito. Uno de mis instrumentos favoritos de todos los tiempos es el Roland TB‑303. Originalmente era para acompañar guitarristas, marcar la línea de bajo. Pero en Detroit y Chicago descubrieron que, si lo maltratabas –si le subías la resonancia, le tocabas la frecuencia de corte–, explotaba. Era barato y sonaba sucio. Como cuando un guitarrista sobrecarga el ampli por accidente y de golpe aparece el fuzz, la distorsión, el ruido: todo lo bueno. Estábamos rompiendo reglas musicales y cuanto más las rompíamos, mejor nos iba. Siempre y cuando haya un buen hook, una melodía que la gente pueda cantar, lo demás puede explotar. Y ahí empieza el juego: esa cosa de estirar la tensión, de provocar. Como cuando estás pinchando en un club y la gente está a punto. Sabés que no tenés que soltar todo ya. Hacés cosquillas, tirás de a poco y, cuando llega el momento, detonás todo. Es sexo. Es pura catarsis.

En 2004 editás Palookaville y anunciás que es tu último disco. ¿No sentís ganas de volver a editar algo?

La verdad que no. En cierto modo, perdí mi pasión por hacer discos. Durante 20 o 25 años, mi cabeza estaba encendida todo el tiempo: me despertaba y lo primero que pensaba era en una idea, un ritmo, algo que quería probar ese mismo día. Era como estar enamorado, una obsesión linda. Pero un día, simplemente, ya no lo sentí más. Me desperté y ya no lo amaba. Y si no tenés el corazón en eso, si no estás absolutamente prendido fuego por hacer un disco, es muy difícil que salga algo bueno. Por eso no volví a grabar otro álbum. Cada tanto saco algún tema, pero son cosas que hago para mis sets. Y después alguien me dice: “¿Qué es ese track que dice ‘I’m not a role model’?”. Y le respondo: “Ah, es algo que hice para mí”. Y ahí surge: “¿Lo podemos lanzar?”. Y digo: “Bueno, dale”.

El DJ británico se divierte en un parate de su set, en una pileta cubierta, en el oeste de Londres. (Foto: Victor Frankowski)

Pudiste colaborar con muchísima gente interesante. Incluso grabaste un disco junto a David Byrne: Here Lies Love (2010). ¿Te queda algún pendiente?

Cuando lo estábamos haciendo, David me decía: “Esto va a terminar en Broadway”. Y yo me reía. Pero lo hizo. Tenía razón. La idea fue toda suya: me llamó y me dijo que quería escribir un musical basado en la vida de Imelda Marcos, pero ambientado en una discoteca. Yo no sabía nada de musicales ni de Imelda Marcos, pero le dije que sí, porque era David Byrne. Él imaginó que si Imelda todavía estuviera en el poder, en lugar de andar por Studio 54 estaría en Ibiza, bailando en Manumission. Buscó quién era el DJ residente y aparecí yo. Así arrancó. Fue un placer: es un genio, trabajar con él te hace sentir más inteligente, te obliga a estar a la altura.

Lo mismo me pasó con Bootsy Collins. Me llamó y me dijo: “¿Querés producir mi próximo disco?”. Yo le respondí: “¿Estás seguro? Soy un blanco inglés, no tengo el funk”. Y él: “Confiá en mí, lo tenés” [risas]. Para mí, esa trilogía es sagrada: Bootsy Collins, David Byrne e Iggy Pop. Y tuve la suerte de trabajar con los tres. Con Bootsy grabamos “Weapon of Choice” (del disco Halfway Between the Gutter and the Stars, 2000), uno de mis temas más icónicos, donde su voz funk y su presencia llevaron todo a otro nivel. Con Iggy colaboramos en “He’s Frank (Slight Return)” (del proyecto Brighton Port Authority, I Think We’re Gonna Need a Bigger Boat, 2009), un cover delirante con su impronta punk sobre una base electrónica. El único que me queda pendiente es Al Green. Para mí, tiene la mejor voz del planeta. Pero ahora es el reverendo Al Green, y creo que alguien le dijo que yo soy un pecador irrecuperable. Así que quizás no pase nunca.

¿Cómo ves hoy el EDM?

Es una espada de doble filo. Por un lado, fue genial porque abrió la música dance a una audiencia más grande. Por otro, había más dinero, lo que significó que se metiera un montón de gente que solo lo hacía por plata. Antes, todos lo hacíamos por amor. Amábamos esa música, ese groove. De repente, hubo gente que se metió y solo quería plata y fama, jets privados y vodka caro. Y la música se volvió muy comercial.

Vas a editar un libro autobiográfico este año. ¿Qué podés contar sobre eso?

Sí, estoy muy contento de cómo quedó. Se llama It Ain’t Over ’til the Fatboy Sings —algo así como Esto no se termina hasta que cante el gordito—, y sale en octubre. No es una autobiografía tradicional: nunca quise sentarme a escribir páginas y páginas, porque muchas de las historias que la gente querría leer o no me las acuerdo (noches largas, demasiado largas [risas]), o no las puedo contar sin mandar al frente a otra gente. Pero sí soy un coleccionista. Siempre guardé cosas: fotos, flyers, listas de temas, dibujos, cintas, entradas, papeles de giras, cosas de estudio. Y un día le mostré todo eso a un editor bastante particular —el tipo había manejado a Crass, así que todavía mantiene esa ideología punk— y me dijo: “Acá está tu libro”.

La idea era hacer algo que celebre mis 40 años de carrera. Algo divertido, gráfico, honesto. Así que armamos esta historia visual con cientos de imágenes que recorren desde mis primeros pasos hasta los últimos DJ sets. Una especie de viaje personal contado a través de objetos, memorias y caos organizado.

¿Qué creés que hace falta para convertirse en un DJ como vos?

Hay dos cosas fundamentales. Primero: amar la música más que la fama o el dinero. Ese tiene que ser tu motor. Si amás la música de verdad, vas a entenderla, vas a saber leerla y vas a poner buena música. Lo segundo es saber comunicarte con la multitud. Lo que hacés ahí arriba no es un monólogo, es una conversación. No se trata de decir “mirá qué inteligente soy”, sino “quiero que la pasemos bien, vos también, hagamos una fiesta juntos”. Eso es lo que marca la diferencia. Se nota cuando un DJ está ahí por amor y cuando está solo para hacerse famoso, ganar plata o levantarse a alguien. Y con la tecnología como viene, con la inteligencia artificial y los algoritmos armando playlists, lo único que no pueden replicar es eso: la intuición. Un buen DJ tiene esa corazonada, ese momento en el que dice “sé que esto que voy a poner ahora te va a volar la cabeza”. Y eso no lo puede predecir ningún algoritmo. A veces, incluso, lo que parece un error puede ser justo lo que necesitás. Es ese shock, ese desvío inesperado que te descoloca y, de repente, se convierte en algo enorme.

Al final, seguimos siendo los mismos bichos raros, los feos, los que se gastaban todo en discos. Amábamos tanto lo que escuchábamos que no alcanzaba con tenerlo: queríamos compartirlo. Queríamos que nuestros amigos también lo sintieran. De ahí viene todo. De ahí nacieron los DJ. De esas ganas de pasarle a otro algo que te había volado la cabeza.

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