Fallece el director Lee Tamahori a los 75 años

Hijo de un maorí y una inglesa, Lee Tamahori nació en Wellington en 1950, en una tierra partida entre el mito y la modernidad. Desde joven entendió que el conflicto podía ser belleza y que la cámara sería su forma de ordenar el caos. Trabajó en publicidad durante años, construyendo un lenguaje visual preciso, elegante y a la vez visceral. Pero su verdadera voz surgió cuando el cine lo llevó a narrar la violencia de lo cotidiano, la fractura de una cultura y la supervivencia de la identidad.

En 1994, con Once Were Warriors, Tamahori lanzó un grito que resonó más allá de Nueva Zelanda. Aquella historia de una familia maorí devastada por la pobreza y la violencia doméstica no solo fue una denuncia social; fue una exorcización colectiva. Mostró a un país enfrentado a su propio reflejo: hombres dominados por la frustración, mujeres condenadas a resistir, hijos que aprenden el miedo antes que la ternura. Con esa película, Tamahori no solo inauguró una nueva era para el cine neozelandés, sino que también reveló su credo artístico: filmar era una forma de purificación.

DieAnother Day
Cortesía de MGM

Hollywood llegó inevitablemente. Mulholland Falls, The Edge y Along Came a Spider le permitieron explorar la maquinaria narrativa de los grandes estudios, pero siempre desde un lugar incómodo: el de quien no pertenece del todo. En Die Another Day, su incursión en la saga Bond, dejó ver que incluso dentro del espectáculo más rígido podía latir un gesto personal. El glamour, la acción y el exceso convivían con una mirada descreída, casi amarga, sobre el poder y la máscara. Detrás del espectáculo, Tamahori seguía preguntándose por la fragilidad del hombre frente a su propia violencia.

The Devil’s Double
Cortesía de Lionsgate

Su carrera fue una sucesión de ascensos y caídas. En 2006, un episodio en Los Ángeles, cuando fue arrestado por ofrecer servicios sexuales vestido de mujer, convirtió su nombre en motivo de escarnio. Aquella humillación pública, amplificada por los tabloides, marcó un punto de quiebre. Pero no fue un final, sino otra mutación. Tamahori volvió a filmar con una urgencia nueva, sin miedo al ridículo ni a la incomodidad. The Devil’s Double fue su espejo más crudo: una historia sobre el doble de Uday Hussein, donde el poder se confunde con la podredumbre moral. En ella se proyectaba el propio Tamahori, un hombre que había vivido ambas caras del sistema: la gloria y la condena.

Los últimos años lo devolvieron a sus raíces. Mahana y The Convert fueron películas de reconciliación: menos furiosas, más contemplativas, pero igualmente comprometidas con la idea de identidad como territorio en disputa. El paisaje neozelandés volvió a ser el gran protagonista: la tierra como memoria, como redención y como silencio que cura. En esos filmes, el director parecía reconciliarse consigo mismo, con el país que lo formó y lo expulsó, con el cine que lo coronó y lo desgastó.

Tamahori fue un cineasta que habitó la contradicción. Un autor que se aventuró en el mainstream sin perder su acento, el narrador de la violencia que buscaba el perdón, el hombre que hizo del escándalo una anécdota más en su biografía de superviviente. Su obra, irregular pero siempre intensa, le pertenece tanto al realismo social como al mito, tanto al clasicismo del relato como a la furia de lo instintivo.

Murió en paz, pero su cine sigue ardiendo. Porque lo suyo nunca fue contar historias, sino exorcizarlas. Cada plano de Once Were Warriors o The Devil’s Double recuerda que la cámara, para Tamahori, no era un instrumento de observación, sino un arma, una forma de mirar el mundo sin apartar la vista del dolor. Y esa, en el fondo, es la definición más pura del cine.

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