‘¿Cuál es el precio de tu vida? Eso es lo que me estás pagando’
La habitación del hotel es fría, aséptica, el único sonido es el suave susurro del aire acondicionado central. No puedo salir, me advierte mi contacto, o podrían secuestrarme.
Desde mi ventana, en lo alto del hotel más caro de la ciudad, observo un campo de béisbol y un nuevo complejo de condominios de lujo en construcción. Estoy en el centro de Culiacán y aquí todo parece seguro, como si estuviera en un suburbio estadounidense. Es tranquilo, casi inquietantemente. Porque, en cuanto caiga el sol, comenzarán los asesinatos.
Hace unos días, encontraron un cuerpo metido en un costal blanco manchado de sangre, abandonado frente a una funeraria. A veces, los cadáveres aparecen rodeados de cajas de pizza. Y a veces, rodeados de gorras negras. Y todos en Culiacán saben lo que significan ambas cosas. Son insultos a El Chapo y a El Mayo, los dos hombres que alguna vez dirigieron el Cártel de Sinaloa y que ahora están presos en Estados Unidos.
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Desde septiembre pasado, la ciudad está en guerra. De un lado están los hijos de El Chapo —Los Chapitos— y del otro, facciones alineadas con Ismael “El Mayo” Zambada. Cuando un convoy militar retumba al pasar, nadie parece notarlo. Cuando el aullido de una sirena corta el aire, todos —el repartidor en motocicleta, el sacerdote de gruesos lentes, la madre que cubre los ojos de su hijo— miran el cuerpo deshecho en la calle y siguen caminando apresurados, atentos a las líneas invisibles trazadas por una guerra que está reconfigurando al cártel de drogas más poderoso del mundo. Y todo se ha agravado con la segunda administración Trump.
Cuando Trump amenazó con imponer aranceles, el gobierno mexicano hizo la concesión no solo de enviar tropas a la frontera y a ciudades como Culiacán, sino también de permitir que el ejército estadounidense volara en el espacio aéreo mexicano. Al anochecer, si miras hacia arriba, verás drones —se rumorea que estadounidenses— por toda la ciudad, recopilando inteligencia.
Y por eso no puedo salir. La ciudad está plagada de agentes de la DEA, y mi contacto, que es de Culiacán, dice que parezco uno. No tengo idea de si algo de esto es cierto. Pero no me queda otra opción más que esperar en esta habitación que huele a jazmín y sándalo, en este hotel que sirve pulpo en tuétano para el desayuno, y escuchar los reportes que él me trae de una ciudad al borde del colapso.
Su nombre es Miguel Ángel Vega. Lleva más de una década como periodista y fixer, trabajando con reporteros y documentalistas de todo el mundo, ayudándolos a mantenerse seguros en una de las ciudades más violentas del planeta. Los niños con los que jugaba fútbol ahora están conectados con jefes del cártel o se han convertido en sicarios. Muchos de sus amigos de la infancia están muertos. Por una tarifa, puede llevarme con cocineros de laboratorios de fentanilo, a las montañas donde cultivan amapola y con miembros de alto nivel del Cártel de Sinaloa. Lo que ofrece es la posibilidad de contar la historia de la guerra por el control de Culiacán desde adentro.
He estado cubriendo el narcotráfico a ambos lados de la frontera estadounidense por más de dos décadas. Y, aun así, cada vez que entro en este mundo siento que lo entiendo menos, no más. Por eso siempre he querido ir a Culiacán, la cuna del narcotráfico en México. Tal vez aquí, con Miguel como guía, pueda acercarme más a la verdad de cómo funciona este negocio, si es que tal verdad siquiera existe.
“¿CUÁL ES EL PRECIO DE TU VIDA? ESO ES LO QUE ME ESTÁS PAGANDO. NO SOLO POR LA HISTORIA, SINO QUE SALGAS CON VIDA.”
Miguel es alto y delgado, con un rostro anguloso y una mandíbula fuerte y cuadrada. Es un rostro hecho para Hollywood. En otra vida, fue actor y luego director de cine. Vivió y trabajó en Los Ángeles, hizo una película exitosa sobre un robo a un banco y después trabajó en Ciudad de México, el centro de la industria cinematográfica y televisiva del país. Su segunda película fue un fracaso, y eso lo llevó de regreso al periodismo y, eventualmente, a este trabajo. Tiene un cajón lleno de guiones y una novela inconclusa. Si logra ahorrar, espera hacer esas películas, pero por ahora, este es su sustento, ganando entre 400 y 600 dólares diarios por sus servicios. A veces, los equipos de filmación se quejan de que es demasiado. Él responde: “¿Cuál es el precio de tu vida? Porque eso es lo que me estás pagando. No solo por la historia, sino por que salgas con vida.”
Miguel creció en la Colonia Morelos, un barrio de clase trabajadora en Culiacán. En aquel entonces, a inicios de los años ochenta, el narcotráfico era distinto, no estaba tan profesionalizado. Los hombres que trabajaban en el negocio eran conocidos como gomeros —por la goma de opio— porque cultivaban amapola en las montañas y campos que rodean la ciudad, la cocinaban para convertirla en heroína y luego la pasaban al otro lado de la frontera. La violencia de los narcos —los asesinatos, secuestros y desapariciones— le resultaba lejana, al igual que los hombres celebrados en los narcocorridos. Aun así, pronto aprendió la línea que separaba su mundo del de ellos y lo que este ofrecía. “Dinero, poder, autos lujosos y mujeres hermosas”, recuerda.
Mientras muchos de sus amigos se sintieron atraídos por esa vida, Miguel nunca lo estuvo. Siempre le gustaron los libros y podía pasar horas leyendo, perdido en su imaginación, mientras sus amigos jugaban béisbol entre los autos estacionados en su calle. Su libro favorito era El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, que narra la historia de un piloto que aterriza de emergencia en el desierto del Sahara, donde conoce a un príncipe que creció en un asteroide. Uno ve claramente con el corazón, le dice un zorro al príncipe. Cualquier cosa esencial es invisible a los ojos.
Esa lección acompañaría a Miguel en las profesiones que eligió, pero tuvo un significado especial para él cuando era niño, porque pasaba mucho tiempo con su abuela, que era ciega. “Yo era sus ojos”, dice. “Le describía las cosas que veía en la calle o en la casa.” Se dio cuenta de que sus habilidades de observación y su capacidad para escribir podían convertirse en una carrera, lo que lo llevó al guionismo y al periodismo. Su especialidad era la nota roja.
En esos primeros años, escuchaba el escáner de la policía y aprendió que, cuando las frecuencias se llenaban de conversaciones, algo estaba ocurriendo. Memorizó los códigos que usa la policía: el número 41 significaba asesinato. Su vida se convirtió en pasar tiempo con los policías, subirse a su coche y conducir hasta la escena del crimen, a veces llegando incluso antes que ellos. “Aprendí de primera mano lo que es la muerte”, recuerda Miguel. Habla con calma, en un murmullo grave. “Y la muerte es algo que llegué a conocer muy bien.”
JUAN JOSE ESTRADA SERAFIN
Y entonces, un día de 2008, lo llamó un equipo de documentalistas de Los Ángeles. Habían escuchado que hablaba inglés y querían saber si podía llevarlos por Culiacán, presentarlos con algunos narcos, quizá llevarlos a una escena del crimen o al santuario de Jesús Malverde, el santo patrón de los narcotraficantes. Era el tipo de itinerario que con los años se volvería un cliché. Se sorprendió cuando le pagaron 1,000 dólares por cuatro días de trabajo. Unos meses después, ya corría la voz sobre él, y lo contactó otro equipo para otro documental. Un día, mientras filmaban, miró la call sheet —la hoja de llamado con los detalles de producción: nombre del director, locaciones, agenda diaria— y vio su nombre en la lista del equipo. A un lado estaba la palabra fixer.
“Y pensé: ‘Ah, entonces esto es lo que soy’”, recuerda Miguel. Otros periodistas despreciaban este tipo de trabajo. De hecho, su editor en el periódico de Culiacán, Ríodoce, le preguntó por qué perdía el tiempo llevando gringos. Ya fueran de Francia, Italia o Estados Unidos, a menudo se equivocaban o perpetuaban estereotipos negativos, ya fuera por pereza, racismo o una combinación de ambos, llegando tan poco preparados que se sorprendían de que Culiacán tuviera cajeros automáticos.
También podían ser ofensivos, preguntándole a Miguel si sabía lo que era un B-roll, o pidiéndole ir a lugares peligrosos, poniéndose chalecos antibalas y esperando que él fuera sin uno.
Los cárteles también le pedían favores —¿podía llevar una carga de Phoenix a Nueva York? (Él asegura que nunca lo ha hecho y nunca lo hará)— o intentaban “ayudarlo” con favores que no quería. Una vez, por ejemplo, cuando un operador del cártel supo que una productora francesa estaba en la ciudad, le preguntaron a Miguel si querían filmar una ejecución. Podían arreglarlo. Miguel quedó tan horrorizado que ni siquiera transmitió la propuesta, por si acaso al equipo realmente le interesaba.
No le encantaba el trabajo, pero no encontraba nada que pagara mejor, y si alguien iba a ayudar al mundo a entender su ciudad natal, bien podía ser él. A sus amigos les describía su trabajo como parte chofer, parte traductor, pero también guía, encargado de locaciones, guardaespaldas y consultor de seguridad.
Con el tiempo, se dio cuenta de algo: estaba perfectamente hecho para este trabajo. No solo hablaba inglés y español, sino que conocía la jerga que solo usan los locales de Culiacán, lo que hacía que la gente lo identificara de inmediato como uno de los suyos, alguien en quien podían confiar. Y aunque Culiacán es una ciudad de tamaño considerable, con Costco, agencias de autos y fraccionamientos de mansiones, también puede sentirse como un pueblo o un rancho, donde todos se conocen.
“Estoy a dos grados de cualquiera”, me dice Miguel. “Si quieres ver un laboratorio de cristal, un campo de amapola, un sembradío de marihuana, yo soy quien puede llevarte. Si quieres conocer a un sicario o ver armas, yo puedo abrir esas puertas.”
Como fixer, Miguel ha gestionado entrevistas con el círculo cercano de El Mayo. Ha cenado en la mesa de la madre de El Chapo. Ha logrado salir de situaciones de secuestro y ha negociado para mantener con vida a sus colegas. Ha estado en un tiroteo donde murieron dos sicarios. Apenas logró salir con vida.
“Yo soy quien enfrenta todas las amenazas, pero la mayoría de eso pasa antes de que llegue el equipo. Me reúno con gente que no conozco en un bar de mala muerte. Les explico el proyecto. Preguntan para quién es y luego investigan a todos. Después regresan y dicen: ‘Parece que esta gente es legítima. Pero si esto es una trampa, si no son periodistas, si son de la DEA o están encubiertos, el primero que se va eres tú.’”
Por “se va” quiere decir que muere. Cuando termina la grabación o los reporteros de The New York Times o National Geographic ya tienen su historia, ellos se van a casa; pero Miguel se queda en México, con su esposa y sus hijos, donde la mayoría de los narcos y policías conocen su nombre y pueden averiguar fácilmente dónde vive. Cuando regresa a su departamento en Ciudad de México, intenta retomar su rutina normal —salir con amigos a tomar algo, llevar a sus hijos al parque, ir al cine con su esposa—, pero, por más que lo intente, su mente nunca está muy lejos de Culiacán y de a dónde podría ir después.
“Suena una locura lo que hago”, dice, “pero básicamente mi trabajo es abrir el acceso y asegurarme de que todo el equipo entre y salga ileso.”
Sigue con vida gracias a que se mantiene fiel a un conjunto de principios que ha establecido en sus 15 años como fixer: es, ante todo, neutral. Nunca toma partido entre los cárteles enfrentados. Es transparente y directo. Al pedir permiso para hacer una historia o al negociar una entrevista, expone con claridad el objetivo de los reporteros o del equipo de filmación y detalla en qué consistirá el trabajo, incluyendo si el equipo entrevistará a miembros de grupos rivales, al gobierno o a la policía. No oculta nada.
“ME REÚNO CON GENTE QUE NO CONOZCO EN UN BAR DE MALA MUERTE. LES EXPLICO EL PROYECTO. DICEN: ‘SI ESTO ES UNA TRAMPA, EL PRIMERO QUE SE VA ERES TÚ.’”
Y, lo más importante, se esfuerza al máximo por cumplir cada promesa que hace, especialmente cuando se trata de proteger la identidad de sus fuentes.
Mientras que otros fixers prefieren operar en las sombras y mantener un perfil lo más bajo posible, Miguel cree que su visibilidad —incluso su fama— funciona como una especie de manto de protección. En Sinaloa lo conocen como “el fixer”, lo que significa que no necesita ser investigado o presentado. Incluso ha escrito una memoria en español sobre su trabajo, titulada, de forma apropiada, El Fixer. Los cárteles saben quién es y a qué se dedica. “Saben que soy un hombre de palabra.”
El verdadero peligro, dice, no está en salir en cámara o en escribir un libro, sino en cometer un solo error: tomar partido, exponer a una fuente o traer sin querer a alguien encubierto. Por eso examina cuidadosamente a cada miembro de un equipo visitante y detendrá una producción o un reportaje en el momento en que el cártel se lo pida, sin importar lo mucho que eso moleste a quienes lo contrataron. “Mi vida está en juego todos los días”, afirma. “Así que tengo que ser extremadamente cuidadoso, siempre.”
ME HAN EXPLICADO las reglas básicas. No saldremos de noche. Es la regla más elemental de Miguel cuando la situación está tensa, cuando los cárteles están en guerra, como ahora. Cada vez que rompe esta regla, se arrepiente.
Al llegar a una ubicación, no nos quedaremos junto al coche. Nos bajaremos, iremos directamente a la entrevista, volveremos al coche y regresaremos al hotel. Mantendremos un perfil bajo.
Si algo sale mal, no entraremos en pánico. No resistiremos si un hombre armado nos asalta. Entregaremos nuestras carteras. Si nos secuestran, si no reportamos nuestro regreso al hotel, se harán llamadas: a la prensa, al ejército, a la policía, a personas influyentes en Ciudad de México, al Consulado de Estados Unidos. Nadie quiere matar a un periodista gringo. Eso solo calentara calentara más la zona.

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Aun así, él nos sacará de allí, como ya lo ha hecho antes. Y, sin importar lo que pase, permaneceremos juntos y tranquilos. Después de todo, no hay a dónde correr. El cártel me fichó desde el momento en que aterricé en el aeropuerto, me recuerda Miguel, y sus halcones me han estado vigilando desde entonces. Pueden estar trabajando en el hotel, detrás de la barra preparando mi mojito, o en el semáforo, limpiando el parabrisas mientras esperamos a que la luz cambie a verde.
Y si algo sale muy, muy mal, Miguel y yo iremos directamente al aeropuerto y tomaremos el siguiente vuelo de salida.
Es de mañana y vamos por la carretera saliendo de la ciudad en un convoy de vehículos militares y policiales. Viajamos con un grupo de madres en una furgoneta blanca delante de nosotros. Buscan a sus hijos desaparecidos y han solicitado una escolta policial porque el cártel no quiere que vayamos a donde nos dirigimos.
Sin embargo, la escolta bien podría ser solo para aparentar. Si aporta algo de seguridad, es una falsa sensación de seguridad. “El cártel puso al ejército de rodillas”, dice Miguel. Se refiere a 2019, cuando el ejército entró en Culiacán para arrestar al hijo de El Chapo, Ovidio. Una vez que lo tuvieron bajo custodia, los Chapitos bloquearon calles, incendiaron autobuses, tomaron rehenes y comenzaron a disparar contra policías y soldados. Radiaron a los comandantes de la operación para advertirles que estaban afuera de la base militar de Sinaloa y que empezarían a matar soldados si no liberaban a Ovidio y se retiraban. Y después de eso, empezarían a matar a las esposas e hijos de los militares. El enfrentamiento duró horas, pero finalmente, a petición del entonces presidente Andrés Manuel López Obrador, el ejército liberó a Ovidio y se retiró de la ciudad.
Miguel mira por la ventana. “Si pueden matar soldados, son dueños de esta ciudad.”
Hoy viste completamente de negro, con una gorra gris de béisbol calada sobre los ojos. Es la gorra del equipo local, Los Tomateros. Aparte de las drogas y el béisbol, Culiacán es conocido por sus tomates. En su momento, produjo más que cualquier otra ciudad de México.
No muy lejos de un vertedero municipal, el convoy sale de la carretera y entra en un camino de tierra lleno de baches, oculto a la vista por las ramas de sauces llorones. Los buitres dan vueltas arriba en grandes círculos. Le digo a Miguel que puedo entender por qué este sería un lugar perfecto para deshacerse de un cuerpo.
“Cualquier lugar es un tiradero”, explica, como queriendo decir que no hay nada especial en este sitio.
Estamos aquí porque una de las madres del convoy recibió un aviso, dice Miguel. El aviso pudo haber llegado en una nota, y la nota pudo haber sido algo así: “Si vas a La Pitahayita, vas a encontrar un camino, un camino abierto a tu izquierda, y como a 100 metros por ese camino hay un tiradero donde pueden buscar cuerpos. Dejamos cuerpos muertos allí”.
Sinaloa está en la costa del Pacífico, y a solo dos horas y media se encuentra Mazatlán, donde los cárteles lavan su dinero en hoteles ostentosos y clubes nocturnos. Pero aquí, el paisaje es seco, austero, fantasmal. Los árboles no tienen hojas. Si arrojara un fósforo, el suelo prendería fuego, y las llamas consumirían todo en este campo de hojas muertas y maleza. Alguna vez, un agricultor pastó ganado aquí o cultivó maíz, pero ahora los campos están estériles y sin vida.
Levanto la vista y veo la cabeza de plástico de una muñeca colocada sobre un poste, ennegrecida por el hollín. Las madres, que han llegado con palas y picos, creen que puede ser una señal y comienzan a cavar.
Le pregunto a Miguel con qué frecuencia vienen a campos de exterminio —fosas clandestinas— como este, buscando a sus hijos.
“¿Tal vez tres veces por semana?”, dice. No está seguro.
Ellas saben que, probablemente, sus hijos están muertos. Decir que están “desaparecidos” es aferrarse a una esperanza. Es la misma razón por la que llevan camisetas con las fotos de sus hijos impresas en el frente, como si los muchachos simplemente estuvieran perdidos y no se hubieran ido para siempre.
Probablemente tenían vínculos, dice Miguel, lo que significa que trabajaban para el cártel o para una de sus facciones: los Chapitos, los Mayitos o alguna otra célula desconocida. Tal vez eran sicarios o mulas. Tal vez cruzaban cargamentos por la frontera. Y entonces cometieron un error. Dijeron algo que no debían decir. No pagaron una deuda. Perdieron una carga. O quizá no cometieron ningún error: mataron a alguien por órdenes y luego los mataron a ellos por órdenes de otra persona. Son jóvenes de entre 18 y 25 años, de colonias como aquella donde creció Miguel. Son las bajas de la guerra por Culiacán.
Las madres trabajan con diligencia, pasando apenas unos minutos en cada punto, golpeando la dura tierra del desierto. Buscan alguna señal: una prenda, una chancla, un pedazo de basura quemada. Le pregunto a Miguel por qué no cavan más profundo si creen que hay algo ahí. Encoge los hombros. Si hay un cuerpo, quien lo enterró no se tomó la molestia de cavar mucho, porque no hay miedo de ser descubierto.
Encuentran el cuerpo quemado de un animal, y Miguel explica que a menudo los animales se queman para disimular el olor de la muerte. Es una buena pista, pero después de unos minutos las madres dejan de cavar y se mueven a otro lugar.
Detengo a una de ellas. Me pide que no use su nombre porque teme a los cárteles. Las demás llevan el rostro cubierto para no ser identificadas. Me cuenta que lleva cuatro años liderando búsquedas como esta. Ha encontrado más de 100 cuerpos. Pero todavía no ha encontrado el de su hijo.
Reviso mis notas más tarde. ¿Dijo 100 cuerpos o 500? Las cifras son incomprensibles. Le pregunto a Miguel. No lo sabe. ¿Quién puede llevar la cuenta de tantos asesinatos, de tantos cuerpos? Solo desde septiembre pasado, casi 2,000 personas han desaparecido en Sinaloa, según el recuento oficial.
Después le pregunto cómo logra darle sentido a todo esto. ¿Cómo distingue entre las cifras oficiales del gobierno y lo que él aprende aquí afuera, donde se encuentran los cuerpos y se cometen los asesinatos?
“Para mí, son casi lo mismo. Uno es oficial y el otro es el criminal. Pero ambos tienen agendas”, dice.
Por ejemplo, antes de la captura de El Chapo en 2016, tanto el gobierno mexicano como la DEA lo presentaban como el jefe del Cártel de Sinaloa. Pero Miguel asegura que sabían que eso no era cierto. El Cártel de Sinaloa nunca ha sido tan jerárquico; siempre ha existido como una conglomeración de células interconectadas.
La DEA y el gobierno mexicano sabían que El Mayo Zambada dirigía su propia facción y que no respondía a El Chapo, explica Miguel, pero nadie lo decía. La narrativa de un solo hombre al mando era más sencilla.
“La verdad es que, en Culiacán, tenemos como 20 El Chapos”, dice Miguel. “Gente muy poderosa, con mucho dinero. Y son intocables. Nadie los menciona ni habla de ellos. Son gente de cuello blanco”.
Cuando les preguntaba a los sicarios para quién trabajaban, no decían El Mayo ni El Chapo; simplemente respondían que para el Cártel de Sinaloa, para proteger a sus jefes. Se convirtió en una marca global y ofrecía protección a todos, al ocultar para quién trabajan, de dónde viene el dinero y quién está realmente al mando.
“Muchas veces, con las fuentes criminales, no hay manera de verificar lo que te están diciendo”, dice Miguel. “El problema es que el gobierno hace lo mismo”.
Le pregunto a quién teme más. No duda.
“Al gobierno”, responde.
Mira hacia el campo, donde las madres siguen cavando en la tierra. Hoy no encontrarán a ninguno de sus hijos.
En los años en que El Chapo y El Mayo gobernaban el Cártel de Sinaloa, en Culiacán reinaba la paz. El trabajo de Miguel era mucho más fácil entonces. Podía llevar a los equipos de cámara al santuario de Jesús Malverde. Podía organizar entrevistas con sicarios sin problema, reunirse con mulas, visitar un laboratorio de fentanilo.
Pero todo cambió el pasado agosto. El Mayo llegó a una reunión que uno de los hijos de El Chapo, Joaquín Guzmán López, había organizado con políticos de Sinaloa, incluido el exalcalde de Culiacán y el gobernador del estado. Mucho menos ostentoso que El Chapo, El Mayo había sido considerado durante años el mejor estratega y negociador del cártel —en esencia, el cerebro detrás de la operación—. También era el presunto arquitecto de extensas redes de corrupción que habían infiltrado casi todos los niveles del gobierno en México.
El Mayo, que entonces tenía 76 años, fue conducido a una sala y derribado. Le colocaron una capucha sobre la cabeza, según una carta que más tarde escribió desde prisión. Después lo subieron a la parte trasera de una camioneta y lo llevaron a una pista de aterrizaje, donde lo obligaron a abordar un jet privado rumbo a Estados Unidos. Había sido traicionado por Guzmán López, quien también iba en el avión y llevaba tiempo preparando su entrega.
Hasta hoy, nadie está del todo seguro de cuál era el objetivo final de Guzmán López, pero se especula que, entregando a El Mayo, podría conseguir una condena más favorable para sí mismo.
Independientemente de sus motivos, la captura de El Mayo desató una guerra en Culiacán. De pronto, las reglas de enfrentamiento que durante años habían impuesto cierto orden en la ciudad desaparecieron. Bajo el mando de El Chapo y El Mayo, quienes no estaban involucrados en el negocio de la droga eran intocables, pero ahora la única regla era el caos: robos de autos, secuestros, niños de escuela acribillados en el fuego cruzado entre los Chapitos y los Mayitos.
La ciudad quedó dividida como un tablero de Risk: el centro y la mayor parte de la ciudad quedaron en manos de los Chapitos. Una pequeña franja y la periferia sur de la ciudad pertenecían a los Mayitos. Las zonas más peligrosas eran los espacios intermedios.
Luego llegó Donald Trump con sus amenazas de imponer aranceles. En respuesta, la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, envió 10,000 elementos de la Guardia Nacional a la frontera y alrededor de 13,000 soldados a Sinaloa.
Esto podría ser un anticipo de lo que viene. Trump ha deseado desde hace tiempo desatar al ejército estadounidense contra los cárteles, y aparentemente dio un primer paso en febrero, cuando declaró al Cártel de Sinaloa y a otros cárteles mexicanos como organizaciones terroristas.
Hacerlo le da un pretexto legal para invadir México, una idea que en cualquier otra administración habría parecido una locura, pero bajo Trump, todo parece posible. Como Rolling Stone ha informado anteriormente, funcionarios de su administración han considerado desde enviar fuerzas de operaciones especiales para asesinar a líderes de cárteles, hasta usar drones u otras aeronaves militares para realizar ataques aéreos contra infraestructura y laboratorios del narco.
Esta tensión creciente ha puesto a las fuentes de Miguel en el mundo criminal más nerviosas de lo habitual. “Los cárteles están perdiendo la cabeza”, me dice.
Esta noche, tenemos previsto reunirnos con dos sicarios de bajo rango, que pueden darnos información actualizada sobre el estado de la guerra por la ciudad. Sin embargo, el ánimo de Miguel se ha ido ensombreciendo a lo largo del día, y parece cada vez más reacio a llevarme con él.
Primero aceptaron encontrarse en una gasolinera, luego en un restaurante. Ahora quieren reunirse en una casa de seguridad en una zona peligrosa de la ciudad. Es última hora de la tarde, y Miguel no está seguro de que la reunión vaya a concretarse. Si ocurre, irá solo primero para reunirse con ellos, y luego, si es seguro, regresará a buscarme.
Me deja en el hotel y desaparece en la ciudad, para mover sus contactos, para intentar negociar un encuentro que tal vez se esté desmoronando.
Me siento en el restaurante del hotel, un punto de reunión que parece servir para todas las comidas de la gente rica y poderosa de la ciudad. Un sacerdote católico con camisa color escarlata está sentado frente a un hombre de hombros anchos que lleva sombrero vaquero. En otra mesa, una mujer con evidentes cirugías estéticas lleva un bolso Chanel. Su novio, o esposo, o amante está frente a ella, tomándola de la mano y susurrándole algo al oído que le provoca una sonrisa maliciosa.
Todas estas personas son narcos, de alguna manera conectadas al mundo de la droga. Al menos, eso es lo que me han dicho. De algún modo, el dinero lo toca todo y a todos aquí. Pero también me pregunto si esto será realmente cierto. ¿No podrían estar conectados, por ejemplo, con una familia con una gran plantación de tomates? La riqueza generacional también circula por canales legítimos aquí.
Ya es de noche cuando Miguel llama. La reunión con los sicarios no se llevará a cabo. Es demasiado peligroso, explica. Suena decepcionado, como si de alguna manera, hubiera fallado.
Miro las luces brillantes de la ciudad. El complejo de condominios frente a la calle está a oscuras. El campo de béisbol está cubierto por sombras. Todo está en silencio, casi inquietantemente. Por la mañana, Miguel me llamará para decirme que encontraron otro cuerpo.

CARLOS ÁLVAREZ-MONTERO
EN MI ÚLTIMO DÍA en Culiacán, bajo a desayunar y encuentro a Miguel en un rincón tranquilo del restaurante, tecleando furiosamente en su computadora portátil. Su libreta está abierta frente a él, con páginas llenas de garabatos esparcidas por la mesa. Me siento y le pido un café al mesero. Miguel no levanta la vista ni me reconoce. Tiene encima la fecha límite para su columna semanal sobre la violencia del narcotráfico en Ríodoce, donde ya lleva una docena de años trabajando como redactor de planta.
Cuando termina, levanta la vista, un poco sorprendido, como si apenas se diera cuenta de que estoy allí. Le pregunto cuánto más cree que durará esta guerra entre los Chapitos y los Mayitos.
“Al menos seis meses, tal vez más”, responde.
Más tarde me dirá que hay quienes en Sinaloa, y en México en general, aprueban lo que está haciendo Trump, y otros consultores de seguridad me lo confirmarán: existe una percepción generalizada de que López Obrador hizo poco para confrontar a los cárteles. “Tenía esta actitud de que la guerra contra las drogas era toda culpa de Estados Unidos”, dice Victoria Dittmar, analista radicada en Ciudad de México para InSight Crime, un centro de investigación y publicación enfocado en el crimen organizado. “Pero tenemos que reconocer que México también tiene un papel que desempeñar para detener el flujo de drogas.”
La idea es que el carácter impredecible de Trump ha puesto presión sobre el gobierno mexicano para actuar contra los cárteles.
Miguel no necesariamente cree que eso sea algo malo, pero a largo plazo no está seguro de que sirva de mucho. La presencia del ejército en Culiacán no ha logrado reducir la violencia; si acaso, ha vuelto la ciudad más peligrosa. La gente trata de evitar salir después del anochecer y, en una ciudad donde todo está tocado por el dinero del narco, la economía se está derrumbando.
También existe el temor de que el reciente aumento en la colaboración entre los ejércitos de México y Estados Unidos para compartir inteligencia pueda volverse en contra, especialmente si el ejército estadounidense llega realmente a invadir México. “Está creciendo un sentimiento antiestadounidense en América Latina debido a la administración Trump”, me dice Dittmar. “Si Estados Unidos llega a violar la soberanía mexicana e invade, tomará una generación o más recuperar la confianza, y entonces ese flujo de información se detendrá.”
Aun así, el Cártel de Sinaloa nunca ha estado tan debilitado, y hay especulación de que nunca volverá a ser el mismo. Lo que ofrecía el Cártel de Sinaloa en su apogeo era certeza y protección. Eso requería enormes cantidades de dinero para redes de transporte, armas, sicarios y, sobre todo, sobornos: a policías, políticos, soldados y agentes fronterizos.
Sin un cártel unificado al que pagar un impuesto a cambio de protección, hay más células y la barrera de entrada es más baja, lo que significa que los delitos menores que El Chapo y El Mayo prohibían en Culiacán —secuestros, extorsiones— han llegado para quedarse hasta que alguien más se levante y restablezca el orden. Miguel apuesta a que ese alguien no será el ejército.
Pero tampoco cree en las historias sobre la desaparición del Cártel de Sinaloa, ni en que esté realmente en decadencia. Simplemente se está reorganizando.
Vine a Sinaloa con la esperanza de acercarme a la verdad sobre cómo funciona el negocio de la droga, y con la expectativa de que Miguel pudiera llevarme hasta allí. Pero ahora me doy cuenta, sentado con él en este café, de que cuanto más tiempo ha pasado ayudando a personas como yo a perseguir esa verdad, más esquiva se ha vuelto. La versión oficial contada por las fuentes oficiales —la historia en la que nos han enseñado a confiar— suele ser una distorsión o, directamente, una invención. Y los estereotipos que conforman nuestra idea del narcotráfico en México —policías corruptos, narcos que tienen tigres como mascotas, sicarios que matan por diversión— a menudo se desmoronan bajo un examen más cercano. La mayoría de los narcos no son ricos. La mayoría no disfruta matar. Muy pocos, si es que alguno, tienen tigres. En su mayoría son personas desesperadas, que simplemente intentan ganarse la vida, deseando que existiera otra forma. Igual que Miguel.
De pronto, se levanta, me da la mano y me dice que tiene que irse. Un equipo de filmación de Italia acaba de llegar a Culiacán.
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