Crítica: ‘Homo argentum’

Los fanáticos llevan un cuarto de siglo esperando para ver al fenómeno televisivo trasladado a la pantalla grande. Pero la adaptación de Los simuladores sigue postergándose, y en su lugar llegó un revival de Poné a Francella, ahora bajo el título de Homo argentum. Los récords de taquilla se alcanzaron: 470.000 espectadores dieron el presente en la sala de cine, y esta serie de sketches que ensayan una definición posible de la idiosincrasia argentina (y que se unifican en la omnipresencia de Guillermo Francella como hilo conductor) se impuso finalmente. Es el segundo estreno nacional más recaudador de todos los tiempos. 

La disonancia entre el recibimiento público y el coro unánime de voces críticas despiadadas, hasta viperinas, es reveladora, especialmente si se la considera a la luz de la falsa dicotomía que fijó el actor durante el curso de una entrevista para ESPN F90, en la que enfrentó al “cine popular” contra aquel que “da la espalda al público”. ¿Por qué el vínculo que se entabla con una obra de arte tendría que basarse exclusivamente en la identificación y en la ratificación de prenociones? ¿Por qué descartar la experiencia artística, profunda y enriquecedora que reside en la posibilidad de pensar más allá de uno mismo por un rato?

Por su afán polemista, por su voluntad obstinada a la hora de oficiar de abogado del diablo en cuanta puja de poder se represente, Homo argentum de Mariano Cohn y Gastón Duprat se ha convertido en símbolo partidario y en foco de disputas, y sinceramente cuesta discernir cuál de los bandos se esmeró más para que la conversación termine configurándose de esa manera. Lo exasperante, en todo caso, es que una película tan irrelevante y artísticamente nula como esta haya movido el amperímetro en la medida en que lo hizo. Porque los méritos cinematográficos de la triada Cohn-Duprat-Francella poco tienen que ver con una cuestión de izquierdas o derechas: conservadores lúcidos y provocadores talentosos han existido siempre, desde Éric Rohmer hasta David Mamet; y el curso de la historia, en cualquier caso, es el curso de la dialéctica.

Lo que ocurre con Homo argentum es que no puede confrontar con ideas porque no las tiene; tanto es así que el Festival de Cine de Venecia, ajeno a cualquier coyuntura local, parece haber rechazado a la película de su programación a pesar de los lazos preexistentes que sostenía la Mostra con los realizadores. Porque lo que exhibe este artefacto curioso es una serie de bosquejos y situaciones inacabadas; una sucesión de supuestas “historias” cuya dramaturgia jamás se termina de desarrollar más allá del planteamiento de su premisa. En el intento de alumbrar la película, se la ha confrontado con Relatos salvajes de Damián Szifron por una supuesta proximidad estructural, pero no sería atinado describir al método de Duprat-Cohn como antológico; más bien, se abandona a la lógica de una parálisis de sueño, en donde los destellos inconclusos de algo pesadillesco cobran y pierden nitidez con lógicas y duraciones fluctuantes.

No hay que mirar más allá de la viñeta inicial para constatar que nos encontramos en el territorio de lo abyecto. “El argentino solo, como individuo, siempre se destaca; es familiero, somos solidarios, tenemos valores”, se declama, antes de que el contrapunto subraye la verdadera tesis. Accidentalmente, sin que nadie lo vea, Francella mata a alguien y se sale con la suya. A los pocos segundos, empieza a sonreír como si nada hubiese ocurrido, o más bien regodeándose en lo que acaba de ocurrir. Si algo así como una definición monolítica de la identidad nacional es siquiera posible, la ensayada por Cohn y Duprat es clara: el rasgo constitutivo del ser argentino es que es garca. Sería estimulante, para variar, poder tener una discusión seria y alejada de los chauvinismos de siempre sobre aquello que constituye a la idiosincrasia argentina. Pero el hecho de remarcar la farsantería ajena es cuanto menos paradójico cuando lo único que se consigue hacer a lo largo de noventa minutos y dieciséis viñetas es reiterar infinitamente una misma y cínica idea. 

De más está decir que Cohn-Duprat ya dieron marcha atrás en lo concerniente a las búsquedas evidentes de Homo argentum. “Lejos de querer definir lo argentino”, se ataja una gacetilla reciente, “la película se sumerge en ese imaginario que todos reconocemos, aunque preferiríamos negar”. Obviemos el título y la viñeta cuidadosamente dispuesta al comienzo de la película; ¿por qué, entonces, decidieron designar dieciséis papeles al actor que encarnó, claro, a Pepe Argento y a otros tantos estereotipos clasemedieros? ¿Por qué filmar un largometraje construido alrededor del despliegue de un intérprete que a duras penas logra componer un solo personaje? 

Bueno, la respuesta no es difícil. Acá siempre se hicieron imitaciones de fórmulas ajenas; sin ir más lejos, Casados con hijos fue una. Lo insólito es que Homo argentum, que no es un regreso, sino un retroceso a los orígenes de Francella, funciona bajo el supuesto no admitido de que él vendría a ser algo así como nuestro Peter Sellers. En todo caso, se acerca más a Norbit. Si los últimos quince años en su vida profesional se destinaron a sepultar el encasillamiento de comediante chabacano, a través de proyectos de prestigio como El secreto de sus ojos o El clan, en Homo argentum los desanda parcialmente. Es llamativo que siquiera este proyecto exista sin pensar en Trillizos, dijo la partera.

Francella es un hombre que construye casi todos sus personajes desde el mismo ángulo, lo que no tiene nada de inherentemente malo: el virtuosismo camaleónico de una Meryl Streep o de un Daniel Day-Lewis no es la condición sine qua non del saber actuar. Hay muchos actores que componen desde la extensión de sí mismos, y es un procedimiento igual de válido en tanto se responda a cada situación encarada con emoción verdadera. En el corazón de Homo  argentum, hay una sola emoción verdadera que no sería elegante reproducir por su clasismo recalcitrante. Sí se destaca en la performance un momento minúsculo y notorio. Abandonado en su cocina, sobrecogido por el síndrome de nido vacío, inhala una única respiración honda y conmovedora. Es un momento insólitamente agraciado y sensible, que se abre paso en un repertorio de gestos y cadencias conocidas. Después, los momentos revelatorios corresponden a Clara Kovacic, en un registro humorístico, y a Milo J, que asume un tenor dramático (“Noche de suerte”, la viñeta de Kovacic, remite un poquito a Night on Earth).

Francella es un hombre que construye casi todos sus personajes desde el mismo ángulo.

El nadir de Homo argentum, por el contrario, es irremontable. “Ezeiza” es uno: Francella despide a su hija migrante y, en el trayecto de regreso a su casa, le comenta a su mujer: “Voy a tirar un asadito a la parrilla, eso no hay allá”. Ella le responde que sí, que en Madrid hay carne. Entonces Guillermo repite dramáticamente: “No es lo mismo”, y hace un esfuerzo por llorar on cue en primer plano. El otro segmento, menos ridículo pero más desagradable, es “Un film necesario”. Esta vez, Francella le presta el cuerpo a un cineasta que decide usufructuar a una comunidad indígena para ganar premios en Europa. Cuando lo logra, el remate humorístico es que se sube al podio para agradecer a… su marido. Porque es chistoso que tenga marido. Si la commedia all’italiana que Homo argentum toma como referencia modélica buscaba correr el velo del monstruo social, aquí no hay más que una confirmación de prejuicios. 

Homo argentum no debería ser punible por antipatriótica; nosotros nos debemos autoinspección y el cine no nos debe nada, menos el himno nacional. La película es mala por anteponer un contenido desdentado sobre cualquier noción de forma cinematográfica o comicidad. Y, principalmente, por presentar el autorretrato de una sensibilidad homofóbica, clasista y racista como un retrato de la argentinidad. Es demodé, y es horrible.

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