Carmella Rose: más que un rostro, la voz que lleva a la moda
Presentado por Vidanta (@Vidanta) con el apoyo de Los Cabos (visitloscabos_mx)
Running Springs, California, no aparece en los mapas de la moda mundial. Es un pequeño punto en las montañas de San Bernardino, con menos de cuatro mil habitantes, una tienda de abarrotes, un par de bares y calles que parecen suspendidas en el tiempo. Para Carmella Rose, ese fue el inicio de todo: un lugar demasiado pequeño para imaginar pasarelas, campañas internacionales o encuentros con Giorgio Armani, pero lo suficientemente íntimo para cultivar un sueño. Allí, en medio de la calma y el tedio adolescente, nació una niña que no podía dejar de posar para la cámara de su abuela.
“Siempre cuenta que me tomaba fotos y se las mostraba a todo el mundo”, dice Carmella con la mezcla de pudor y gratitud que aparece cuando se habla de las raíces. “Creo que desde ahí empezó todo. Esa necesidad de verme frente a una cámara”.
En un hogar sin vínculos con la industria, Carmella creció inventando escenarios. Con sus amigos organizaba sesiones improvisadas los domingos: ropa prestada, maquillaje casero y un MacBook convertido en cámara. Las calles vacías del pueblo eran pasarelas imaginarias. El juego era sencillo, pero contenía un germen de ambición: la intuición de que podía convertir la fascinación adolescente en una carrera. “Siempre decía que quería estar en esa industria. Era casi un mantra”.
Instagram antes de Instagram
En 2012, mientras terminaba la secundaria, Instagram apenas comenzaba a masificarse. Para la mayoría era un escaparate de selfies y filtros sobreexpuestos. Para Carmella fue un laboratorio. Estudiaba a las modelos que admiraba, analizaba qué fotógrafos las retrataban y qué agencias las representaban. No consumía la aplicación de manera pasiva: la diseccionaba.
“Veía sus fotos, con quién trabajaban, y trataba de replicar lo mismo. Era como diseñar una imagen que pudiera encajar en lo que las agencias buscaban”. Esa disciplina se mezclaba con un instinto casi autodidacta: la capacidad de construir una identidad visual sin manuales ni mentores.
A los 18 años, un fotógrafo en Los Ángeles la presentó a un agente en Nueva York. Era 2014, y Carmella tenía un pie en dos mundos: la chica de un pueblo anónimo y la aspirante a modelo en la capital de la moda. Firmó contrato. La aventura comenzaba.

La primera ola digital
Hoy, con 29 años, Carmella se ríe cuando se describe como “casi una OG”. Y lo es. Mucho antes de que se hablara de influencers o de que las marcas entendieran que una campaña podía medirse en likes y no solo en páginas de revista, ella ya estaba ahí: mostrando viajes, sesiones, momentos de backstage y fragmentos de vida en Instagram. Su perfil crecía en paralelo a sus primeros trabajos, y ese cruce entre el mundo digital y el físico fue lo que terminó marcando su camino.
“Era rarísimo, porque en esa época nadie pensaba que Instagram pudiera servir para algo más que para subir fotos con amigos”, recuerda. “Yo, en cambio, lo veía como una herramienta. Observaba lo que hacían otras modelos, veía qué fotógrafos las retrataban, con qué agencias trabajaban. Para mí era como un mapa”.
Ese instinto la puso en la primera ola de una revolución. La industria de la moda, acostumbrada a que la validación viniera solo de editores, bookers y directores creativos, empezaba a descubrir que existía otro poder: el de la audiencia directa. Carmella fue parte de esa generación que abrió la puerta: modelos que no solo desfilaban, sino que también construían comunidad. Ya no eran rostros inalcanzables: eran perfiles con los que se podía interactuar.
Pero el ascenso no fue sencillo ni glamuroso. “No venía de un entorno con recursos. No tenía beca universitaria ni nada. Tenía que pedir ayuda para muchas cosas. Fue duro, pero me sentí afortunada porque empecé a trabajar de inmediato”, cuenta. En un sistema tan competitivo, la resiliencia dejó de ser opción y se convirtió en músculo.
El contexto no ayudaba. A mediados de los 2010, la moda seguía marcada por tallas imposibles, estándares de belleza rígidos y un molde que parecía no dejar lugar a la diversidad. Carmella encajaba en lo comercial: la chica californiana, bronceada, con sonrisa amplia. Ese era el perfil que le daban. Pero para ella no era suficiente.
“Yo quería alta costura”, dice con firmeza. “Quería editoriales, quería campañas de lujo. Entonces tuve que cambiar todo. Me corté el cabello, rehíce mi portafolio y empecé a inspirarme en Vogue, en Prada, más que en los anuncios de playa. Fue una reinvención planificada, casi estratégica”.

Ese cambio fue un acto de rebeldía silenciosa. Significaba desafiar el lugar en el que el sistema intentaba dejarla. Y funcionó. Poco a poco, las marcas que parecían inalcanzables comenzaron a mirarla distinto. Su nueva imagen hablaba otro idioma: uno más cercano a la alta moda que a la publicidad comercial.
El salto definitivo llegó en los últimos dos años. Tras una década de pruebas, de cambios, de insistencia, Carmella firmó con Ford Models. El gesto no era menor: estar en esa agencia significaba un reconocimiento oficial de que había dejado de ser “la chica californiana” para convertirse en una profesional con espacio en el lujo global. Hoy trabaja con algunas de las casas de moda más importantes del mundo, y aunque lo cuenta con naturalidad, en sus palabras se adivina un peso: el de haber tenido que reinventarse una y otra vez para llegar hasta allí.
Lo que distingue a Carmella de muchas de sus contemporáneas no es solo la estética o la disciplina, sino haber entendido que la industria estaba cambiando. Supo leer el momento en que Instagram dejó de ser un álbum de fotos personales para convertirse en pasaporte profesional. Supo también que los moldes no eran eternos y que cambiar su imagen era la única manera de escapar de la etiqueta de “modelo comercial”. En ese doble movimiento —aprovechar la ola digital y al mismo tiempo desafiar la mirada de la industria— construyó su identidad.
Hoy, cuando se ríe y dice que fue “casi una OG”, lo hace con razón. Fue pionera en un terreno que apenas comenzaba a existir, y en el proceso aprendió que ser modelo en el siglo XXI no significa solo encajar en una foto, sino también contar una historia, construir comunidad y tener voz propia en un escenario global.
El lujo como relato
Hablar con Carmella sobre moda es escuchar a alguien que va más allá de la superficie. Cuando menciona a Armani, lo hace con devoción. La noticia de su muerte la conmovió profundamente. “Era uno de mis favoritos. Me inspiraba mucho la pasión con la que contaba historias en cada detalle de su carrera. Fue un reflejo de lo que quiero: diseñadores que cuentan algo con su trabajo”.
Lo conoció en persona, y lo recuerda con dulzura: “No hablaba inglés. Fue a punta de abrazos y besos en las mejillas”. Esa anécdota mínima la ubica en un lugar insólito: ya no es la adolescente de Running Springs, sino la modelo que convive con las leyendas vivas (y muertas) de la moda.
Su sueño aún pendiente: Yves Saint Laurent. “Todavía no he trabajado con ellos y es un gran sueño”.

Ser más que una cara
Para Carmella, ser modelo nunca ha sido solo posar bien frente a una cámara. “Definitivamente, la personalidad, los valores, incluso el activismo importan”, explica. “Mientras más hablas de quién eres, más te separas de ser solo una cara”.
Esa idea la aprendió de la forma más dura: a través de su propia salud. Hace unos años le diagnosticaron PCOS, el síndrome de ovario poliquístico. Antes de saberlo, vivió episodios de azúcar peligrosamente baja en la sangre que la llevaron a desmayarse más de una vez. “Llegué a 35 [mg/dL], que es gravemente bajo”, recuerda.
En vez de esconderlo, decidió compartirlo en redes. Contó lo que le estaba pasando y buscó ayuda de forma abierta. Lo que recibió a cambio fue un eco inesperado: miles de mujeres la escribieron para decirle que también sufrían lo mismo. “Me di cuenta de que no estaba sola. Y que si yo lo hablaba, tal vez alguien más se sentía menos sola también”.
Ese momento cambió su relación con el público. La modelo que muchos veían en campañas de lujo se volvió, de repente, alguien con problemas reales, con miedo, con dudas. En una industria obsesionada con la perfección digital, mostrar vulnerabilidad fue un acto de honestidad. Y esa honestidad creó comunidad.
Compartir su experiencia no borró las dificultades, pero sí abrió un espacio de empatía. Hoy, Carmella sabe que su voz puede ser tan poderosa como su imagen. Que hablar de salud, de autenticidad o de diversidad puede marcar tanto como aparecer en la portada de una revista.
Porque al final, insiste, ser modelo no se trata de esconder lo humano, sino de mostrarlo. “No se trata de ser perfecta todo el tiempo. Se trata de conectar con la gente de verdad”.

El cruce con Latinoamérica
Aunque nació en California, Carmella se reconoce en la cultura latina. “Crecí rodeada de cultura latina. Muchos de mis amigos son como familia. Cuando viajo y me encuentro con personas de Latinoamérica, me siento en casa. Es curioso porque no está en mi linaje, pero simplemente lo siento”.
Su percepción de la moda en la región es de admiración. “Es muy clásica y elevada. Me sorprendió mucho al descubrirlo. Realmente lo han logrado. Es increíble”.
Ese vínculo con Latinoamérica la convierte en puente cultural: alguien que creció en Estados Unidos, pero que encuentra pertenencia en otra identidad.
El ritmo de la moda no perdona. Viajes, desfiles, fittings, campañas que parecen no tener pausa. En medio de esa velocidad, Carmella encontró su refugio en el agua. Su escape es el freedive, el buceo libre, una práctica que consiste en sumergirse sin más ayuda que la propia respiración.
“Lo practico hace unos años y me ayuda a escapar, a sentir paz”, cuenta. “No puedo hacerlo siempre, pero este año me propuse entrar al agua al menos una vez al mes, en California o Hawaii”.
Para Carmella, no se trata solo de un deporte. Bajar al fondo del mar en silencio le recuerda que, incluso en una industria llena de presión y expectativas, siempre es posible detenerse. El freedive es calma en estado puro: contener el aire, escuchar los latidos, aceptar el silencio.
“Cuando estás allá abajo lo único que importa es mantener la calma”, dice. “No hay nadie mirándote, no hay espejo. Solo sos vos y tu respiración”.
Ese momento bajo el agua es lo más opuesto al mundo de los flashes. No hay maquillaje ni ropa de lujo, no hay competencia ni redes sociales. Solo existe ella, flotando en un espacio donde nada sobra. Y esa sensación, explica, le permite volver al ruido con más claridad y con la mente en paz.
Para Carmella, el freedive es más que un hobby: es un recordatorio. Que la vida también necesita silencio. Que para poder seguir corriendo arriba, a veces hay que aprender a respirar abajo.

Lo que viene
A pesar de su recorrido, Carmella siente que aún no ha tenido “ese momento especial”. Su mirada está puesta hacia adelante. “Todavía soy nueva en el espacio del lujo y quiero profundizar más”.
Lo que busca no es acumular campañas, sino dejar huella. Ser un rostro, sí, pero también una voz que hable de diversidad, autenticidad y salud. En un mundo donde la moda se ha convertido en un campo cultural y político, Carmella representa esa transición: de la modelo decorativa a la narradora de una época.
“Se trata de conectar, de ser real. Las fotos, las campañas, todo eso importa. Pero lo que más importa es lo que dejas en la gente cuando apagas la cámara”.
Carmella Rose es parte de una generación que entendió temprano que la moda ya no es solo aspiración, sino también representación. Su historia —de Running Springs a Armani, de Instagram a Ford Models, de la vulnerabilidad del PCOS al freedive en Hawái— es la prueba de que un rostro puede ser también una voz.
Más allá de los vestidos y las pasarelas, Carmella encarna la búsqueda de autenticidad en un mundo saturado de imágenes. Su camino apenas comienza, pero ya deja claro un mensaje: ser modelo en 2025 no es solo posar. Es habitar la industria con humanidad, con memoria y con propósito.