Billy Bob Thornton, el actor que no quiso ser estrella
El hijo del polvo y los presagios
En una casa de madera en Hot Springs, Arkansas, nació William Robert Thornton el 4 de agosto de 1955. Su madre, Virginia Faulkner, se declaraba psíquica; su padre, Billy Ray, enseñaba historia y entrenaba baloncesto. El niño creció entre lo invisible y lo concreto, entre visiones y partidos escolares. Esa ambivalencia marcaría su vida y su obra.
De ascendencia inglesa, irlandesa y supuestamente cherokee, vivió en distintos pueblos de Arkansas. Fue un beisbolista prometedor hasta que una lesión truncó su paso por los Kansas City Royals. Sufría dislexia (no diagnosticada entonces) que lo aislaba en la escuela. “No era que no supiera leer, simplemente veía las cosas en un orden distinto”, explicó. Ese orden distinto, después, definiría su arte.
Estudió psicología por dos semestres antes de dedicarse a trabajar en lo que fuera: asfaltador, teleoperador, mesero. Ya en Los Ángeles, sirviendo copas en un evento, recibió un consejo brutal y fundacional del gran Billy Wilder: “Tu rostro no es para ser estrella… escribe tu propia película”. Thornton lo hizo.
El actor que se escribió a sí mismo
Durante años fue apenas un extra. Aparecía en thrillers de tercera y comedias olvidables. Pero fue en el teatro donde comenzó a esbozar el tipo de personajes que lo harían célebre: hombres oscuros, frágiles y heridos.
Ese fue el espíritu de Some Folks Call It a Sling Blade (1994), corto que escribió e interpretó, y que más tarde se convirtió en el filme que cambiaría su destino: Sling Blade (1996). Thornton escribió, dirigió y protagonizó la cinta. Ganó el Óscar al Mejor guion adaptado y fue nominado como Mejor actor. Roger Ebert la calificó como una lección de inmersión sin sentimentalismos, y escribió: “Si Forrest Gump hubiera sido escrita por William Faulkner, el resultado podría haber sido algo parecido a Sling Blade”.
Más que una historia sobre discapacidad, Sling Blade es una fábula áspera sobre la redención. Karl Childers, su protagonista, no pide compasión, sino que la impone. Y en ese gesto está la estética Thornton: mostrar lo feo, lo roto y lo invisible. Hollywood, tras el éxito, comenzó a llamarlo. Pero no para ofrecerle nuevos desafíos, sino para encasillarlo. “Después de Sling Blade, me llamaban solo para hacer de redneck, asesino o degenerado. Y lo peor es que creían que eso era sofisticado”, diría. Con su sarcasmo sureño, lo resumió así: “Los directores de casting me llaman cuando necesitan a un cabrón. Es así de simple”.
Arquetipos, rarezas y personajes limítrofes
En lugar de resistirse, Thornton usó el encasillamiento como trinchera. En A Simple Plan (1998), la estupenda cinta de Sam Raimi, fue Jacob, un hombre lento atrapado por la codicia. En Primary Colors (1999) satirizó la política estadounidense, y en Armageddon (1998) aportó un inusual matiz humano entre la pirotecnia vacua de Michael Bay. Es el tipo de actor que busca las grietas, no el estrellato.
Robert Duvall lo llamó “el Orson Welles de los rednecks”. No solo por su talento, sino por su manera de encarnar los EE.UU. marginales sin condescendencia. En The Man Who Wasn’t There (2001), la obra maestra de los hermanos Coen, fue un barbero gris, existencial y silenciosamente perturbador filmado en blanco y negro. Aceptó el papel sin leer el guion. Sabía que le bastaba el tono.
Ese mismo año, en Monster’s Ball, interpretó a un exoficial de prisiones racista que se enamora de la viuda (Halle Berry) de un hombre (Sean “Puffy” Combs antes de caer en desgracia) al que ayudó a ejecutar. Thornton proyecta en ese personaje la culpa heredada, la soledad ancestral y el castigo como lenguaje. Era, dijo, el papel con el que más se identificaba.
En Bad Santa (2003) encarnó a Willie T. Stokes, un Santa Claus borracho y patético. La cinta se volvió un fenómeno. Thornton admitió estar realmente ebrio en algunas escenas. El personaje, despreciable pero conmovedor, se convirtió en emblemático. También fue la confirmación de que él era el actor ideal para mostrar lo peor del hombre… sin dejar de lado lo humano.
Incluso dentro de sus personajes más miserables, Thornton encuentra heridas, códigos morales ocultos y deseos de redención. Otros interpretan desde el ego. Él, desde la humillación. Por eso sus personajes perduran.
El actor que no quiso ser estrella
Billy Bob Thornton ha pasado por Hollywood como un visitante que nunca deshizo su maleta. Ha vivido en la industria, ha dejado su huella profunda e inconfundible, pero siempre con un pie afuera, como quien duerme con los zapatos puestos por si necesita huir. Sin embargo, nadie podría negar que su obra (entre el cine, la televisión y la música) ha sido una de las más singulares, coherentes y radicalmente personales del panorama artístico estadounidense de los últimos 30 años.
Lo que distingue a Thornton no es solo su talento, sino su negativa a someterse a las expectativas. En una época donde la autenticidad suele ser fingida y la excentricidad cuidadosamente mercadeada, él ha construido una carrera desde la marginalidad voluntaria. Sus personajes no se explican, no piden perdón, no seducen. Observan. Se equivocan. Sobreviven. Thornton los dota de una dignidad que no se proclama, sino que se intuye.
Como guionista y director, nunca buscó el mainstream. Incluso cuando adaptó a Cormac McCarthy en All the Pretty Horses, lo hizo con la terquedad de un autor. El fracaso comercial de esa película no lo doblegó, sino que simplemente lo devolvió al silencio. No volvió a dirigir una película de gran presupuesto, pero cada palabra escrita por él desde entonces cargó con el peso de ese desencanto.
Como músico, tampoco buscó validación. Fue en ese terreno donde mostró su sensibilidad más desnuda, triste y sureña. Los que lo juzgaron por querer ser músico olvidaron que él nunca pidió permiso. Solo afinó su guitarra, y habló de soledad, desarraigo y cicatrices. Las canciones han sido muchas veces sus puntos de partida y su refugio, y hace poco se supo (en una entrevista para The Guardian) que había grabado un dueto con el gran Johnny Cash: “Nunca superé los nervios con Johnny Cash porque era como si Dios entrara en la habitación”, confesó. “Me quedé en su casa un par de veces y no quería que me descubrieran esculcando en los cajones o mirando su refrigerador. Así que me quedé en mi habitación toda la noche. Pero él fue muy amable conmigo. Hicimos un dueto de una de sus canciones, ‘I Still Miss Someone’, que nunca he publicado”.
Sus excentricidades (sus rasgos TOC, el miedo a los muebles antiguos, su dieta estricta, su odio a los cubiertos de plata) podrían haberlo reducido al estereotipo del actor complicado y excéntrico similar a Crispin Glover. Pero Thornton les dio un sentido narrativo y las convirtió en parte de su mitología, no como artificio, sino como afirmación de una verdad más profunda: la del hombre que nunca se sintió cómodo en el mundo “normal”.
En un entorno obsesionado con la imagen, Thornton ha construido un legado desde la vulnerabilidad y la rebeldía. Y si hay algo que une todas sus facetas (actor, director, guionista, músico) es una ética poética de lo quebrado. Él no romantiza al antihéroe, sino que lo expone y no trata de embellecer la fealdad, la revela.
Tal vez por eso no se convirtió nunca en una superestrella global. No quiso. En lugar de encajar, hizo de su rareza un manifiesto. Como si cada personaje, cada letra y línea de diálogo fuera una nota escrita a mano con tinta corrida que dice: “yo no pertenezco aquí, pero tengo algo que decir”. Y lo dijo.
Thornton fue también el inolvidable asesino Lorne Malvo en Fargo (la serie), y recibió por ello un Globo de Oro. Además, participó sorpresivamente en un episodio de The Big Bang Theory, que le encantaba, y lo hizo en gran parte para sorprender a su madre, también fanática de la serie.
En medio de todo eso, él ha sido siempre un narrador de almas rotas que convirtió sus rarezas, traumas y pasiones con una obra profundamente personal, y contó con la suerte de estar casado con Angelina Jolie (entre 2000 y 2003) cuando no existían las redes sociales. Billy Bob Thornton no solo ha sobrevivido a Hollywood. Se infiltró en ese mundo y lo convirtió, por momentos, en un lugar más real.