Babylon Club, el manifiesto emocional de Danny Ocean

Danny Ocean está en un momento extraño y brillante. Acaba de lanzar el disco más tropical, accesible y comercial de su carrera, y al mismo tiempo, el más íntimo y visceral. Babylon Club no solo expande los límites sonoros del artista venezolano, sino que encierra una narrativa profunda: la de un músico migrante que, tras años de exilio, éxito y búsqueda, ha decidido hacer una pausa para mirarse, reconocerse y celebrarse. Es una obra que suena a mar, pero también a memoria, a fiesta, y también a fe.

La entrevista con ROLLING STONE en Español ocurre justo después de terminar el disco, un momento de transición donde Danny se permite reflexionar con una honestidad desacostumbrada. No hay poses ni respuestas automáticas. Lo que hay es gratitud, cansancio, claridad, un poco de nostalgia y una fe intacta en el poder de la música para reconectar con lo que importa. “Estoy bien contento, la verdad. Este disco me lo vacilo full. A veces uno es muy picky con su trabajo, pero con este… me siento bien”, dice Danny Ocean.

Este no es solo un álbum, es una fotografía emocional de Danny Ocean en 2025: un artista que aprendió a soltar, que dejó de pensar en el siguiente hit y se enfocó en construir una obra que lo representara por completo. En este texto recorremos las playas sonoras, las raíces personales, las colaboraciones inesperadas y el peso simbólico de Babylon Club, una postal luminosa de lo que significa ser latino, migrante y libre en medio del caos.

El disco comenzó en silencio, con la necesidad de desaparecer. Danny estaba de gira por Estados Unidos, enfrentando la rutina agotadora del artista que repite noche tras noche un espectáculo mientras algo dentro pide un descanso. Fue ahí, entre aeropuertos y camerinos, cuando apareció el deseo: playa. Pero no solo como paisaje, sino como escape mental; el Caribe como estado emocional. Un lugar donde no existiera la presión, la fama, ni la historia, sino solo el presente.

“Estaba cantando y lo único que quería era escaparme a la playa”, recuerda. “Claro, todo el mundo me dice: ‘Pero tus canciones siempre son playa’. Y es verdad. Pero nunca había hecho una obra sobre la playa”.

Por primera vez en su carrera, Danny se dio el permiso de hacer un disco con tiempo. Nada fue apresurado. Algunas canciones llevaban años guardadas —una, incluso, casi una década— y otras surgieron en la vibración exacta de lo que estaba sintiendo. El resultado es una colección de temas que no solo suenan bien, sino que construyen un mapa emocional, un viaje de ida y vuelta entre el cansancio del éxito y la alegría de reconectar con uno mismo.

Y entonces apareció Babylon Club, ese nombre que siempre flotó en su universo personal como un término afectivo —“Babylon Girl”, “Babylon Boy”— pero que ahora se convirtió en eje conceptual.

“Me dijeron: ‘Ey, ¿por qué no usas el tema de Babylon, que siempre lo andas diciendo?’ Y nunca lo había hecho. Creo que fue el momento exacto. Todo calzó”, agrega.

JESÚS SOTO FUENTES @jsotofuentes

El club, para Danny, no es un lugar literal. Es un símbolo: una comunidad de personas que se dan el permiso de ser, que escapan por un momento de la máquina del mundo y se refugian en lo que aman. Un espacio libre donde se baila, se respira y se recuerda que la vida es un regalo. “Es un tema de ser quien uno es. Ser libre. Vivimos consumidos por la rutina, y se nos olvida que la vida también es para vacilarla”.

Más que un álbum tropical, Babylon Club es una declaración espiritual: un manifiesto para quienes, después de haberlo dado todo, necesitan volver a sí mismos. Una bitácora de emociones postexilio, postéxito, postansiedad.

A pesar de que Danny Ocean lleva años siendo identificado con un sonido que mezcla pop minimalista, dancehall y electrónica sentimental, Babylon Club representa una expansión real. Un disco bañado por el sol y cargado de ritmos que, sin perder su identidad, lo empujan hacia lo tropical, lo afrocaribeño, lo corporal. Pero este giro no fue un experimento improvisado. Fue el resultado de una búsqueda larga, orgánica, íntima.

“Hoy en día uno hace música tan rápido… Yo estoy constantemente en este acto creativo. Pero para este disco me guardé muchas canciones. Algunas llevan más de cinco años conmigo”, dice Ocean. En esta ocasión, no hubo prisa. Danny se dio el lujo de sentarse con sus productores de confianza, como Daramola, o nuevos talentos como One Rose y Manu Lara, para explorar estructuras, jugar con ideas y pulir el rompecabezas de cada canción. Lo suyo no fue un trabajo de ingeniería fría, sino de intuición y pulso. Su rol fue menos técnico y más como director de arte: dar forma, escoger momentos, equilibrar fuerzas. “Les digo a los productores: ‘Escupan todo’. Ideas, sonidos, locuras. Y después yo me encargo de limpiar y pulir”.

En el disco conviven sonidos del afrobeat, el merenguetón, el pop caribeño, la salsa clásica e incluso una línea de house disfrazada de tropicalismo. Pero nada se siente forzado. Todo fluye con la naturalidad de alguien que ya no necesita probar nada, solo afinar lo que ya sabe hacer. “No pienso en si hay un sonido ‘Danny Ocean’. Creo que uno tiene un músculo que se activa solo. Es gusto. Es expresión. Es intuición”, complementa el artista.

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Esa intuición es lo que le ha permitido moverse con soltura entre géneros sin perder su tono, su timbre emocional, su forma de narrar. En Babylon Club la producción no suena como un ensayo, sino como una celebración. Como si, por fin, hubiera encontrado un punto medio entre lo que ama y lo que el público quiere bailar. “No estoy pensando en la gente, estoy pensando en mí. En divertirme. La música es más la energía con la que llegas al estudio, que lo que haces en el estudio”.

Y si la energía con la que llegó a Babylon Club era la del reencuentro con su niño interno, entonces el sonido de este disco no es solo ritmo: es libertad. Es el sonido de alguien que se cansó de empujar la bola cuesta arriba y, por una vez, se dejó llevar por la brisa del Caribe.

En un momento de la entrevista, Danny lo dice sin rodeos: “El año pasado lancé dos discos que eran muy personales. Este era el momento de colaborar”. Y así lo hizo. En Babylon Club, la lista de colaboraciones es amplia, diversa y contundente: Kenia OS, Arcángel, Sech, Kapo, El Alfa, Louis BPM… nombres que no solo suman cifras, sino también energía, identidad y, sobre todo, verdad.

Pero si algo deja claro Danny Ocean es que no se trata de hacer featurings por compromiso, ni de pegar nombres como stickers en un producto de marketing. Cada colaboración del disco nació de un encuentro genuino, de un momento en que la vida lo conectó con alguien que vibraba en la misma frecuencia. No todos se conocían en persona, no hubo planes maestros, pero todo fluyó con una extraña naturalidad. “Colaborar no es fácil. Todos dicen que sí, pero cuesta demasiado que te manden. Por eso estoy tan agradecido. Con ellos coló natural”, dice Ocean.

La historia con Kenia OS, por ejemplo, parece escrita por el destino. Danny tenía un tema guardado desde hace años, y pensó en ella. Se lo mandó sin saber que Kenia ya conocía la canción desde tiempo atrás. La conexión fue instantánea. Lo mismo ocurrió con El Alfa, a quien conoció en una noche de premios, le pidió su número y luego le mandó una canción que ni siquiera estaba seguro de que le interesara. Pero El Alfa respondió con un FaceTime y una grabación explosiva que elevó el tema a otro nivel. “Le dije: ‘No sé si es tu línea, pero si entras le das esa calle que necesita’. Dicho y hecho. El pana me llamó por FaceTime y me dijo, ‘¿Qué te pareció?’. Le dije, ‘¡Me encantó!’”.

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También está el caso de Louis BPM, artista en ascenso de Venezuela, a quien Danny nunca había visto en persona. Lo contactó directo, sin filtros, por convicción. Le escribió diciéndole que quería tener a alguien de su país en el álbum. Le mandó ‘Sunshine’ y al día siguiente ya tenía las voces grabadas. “Venimos del mismo lado. Hoy más que nunca tenemos que estar juntos”, agrega Ocean.

Esa necesidad de construir comunidad, especialmente dentro de la diáspora venezolana, atraviesa todo el álbum. Danny no solo abre su espacio creativo: lo comparte. Y en cada canción hay un gesto de generosidad, de darle voz a otras perspectivas, de multiplicarse en otros timbres. “La experiencia que me llevo no es solo artística. Es humana. Conocer a la persona. Esa es la verdadera colaboración”.

Babylon Club no suena como un disco de estrellas invitadas. Suena como un club. Como una reunión entre amigos que se entienden sin hablar demasiado. Porque todos, de una u otra forma, están buscando lo mismo: un lugar donde puedan ser ellos mismos, aunque sea por tres minutos y medio.

Hay un hilo invisible que une todo lo que Danny Ocean ha hecho desde el día uno: Venezuela. Puede no estar explícita en cada canción, pero está ahí, como una vibración de fondo. En Babylon Club, ese lazo se siente más que nunca. Aunque el disco está lleno de colores, playas y sonidos bailables, hay una nostalgia honda detrás. La nostalgia del que se fue, del que extraña, del que canta con el cuerpo en Miami o Ciudad de México, pero con el alma en Caracas.

Danny es parte de una generación que emigró en masa, arrastrada por una crisis política, social y económica que lo obligó a dejar su país, sus amigos, su infancia, todo. Y aunque su música ha alcanzado millones, el dolor de no poder cantar en Venezuela sigue siendo un vacío que ningún sold out puede llenar.


“Nunca he podido hacer un show en Venezuela. Eso es un dolor. Me encanta que me reciban en Latinoamérica, pero el dolor de no cantar en tu país… pesa”.


Lo más poderoso es cómo ha transformado ese dolor en arte. ‘Me rehúso’, su canción más famosa, fue también una canción de despedida. La historia de alguien que se va, obligado, y que deja a alguien amado atrás con la esperanza de volver a verlo. Lo que muchos interpretaron como una canción romántica, es, en realidad, un canto de exilio. Una carta emocional de un joven que tuvo que abandonar todo lo que conocía. “La canción que me puso en el radar es una canción sociopolítica. Si el universo me dio esa canción y me cambió la vida con ese mensaje, ¿cómo no voy a decir algo de lo que me tocó vivir?”, comenta.

Y lo dice sin resentimiento. No desde la rabia, sino desde la convicción de que ser venezolano en el mundo no es solo una identidad: es una misión. Cada vez que canta, lo hace por los que se quedaron, por los que se fueron, por los que siguen resistiendo. Por eso elige sus palabras, por eso evita el ego en sus letras, por eso pone tanto cuidado en lo que representa. “Si fuese por mí, me hubiese quedado como compositor. Pero lo que me impulsa es algo externo: Venezuela. Huyo de eso y me desconecto del universo”.

Más que un artista, se asume como un portavoz emocional de una diáspora. Alguien que canta no para impresionar, sino para recordar. Para dejar huella. Para pavimentar un camino para quienes vienen detrás. “Vengo de un lugar donde no hay un coño, y quiero dejar algo pavimentado para los demás”, señala con convicción.

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En un panorama latinoamericano donde la inmediatez muchas veces borra la historia, Danny Ocean insiste en llevar consigo el peso de su país. Lo hace con orgullo, pero también con responsabilidad. Porque sabe que su voz puede abrir puertas, contar verdades, sostener memorias que no deben olvidarse.

Babylon Club es también eso: un álbum de fiesta que nació del duelo. Una postal tropical con las huellas de un éxodo. Y al final, la vida que Danny narra —entre ritmos, brisas y beats— es la de miles de venezolanos que se fueron sin dejar de pertenecer.

Aunque Danny Ocean es conocido como músico, productor y compositor, hay un área que suele pasar desapercibida, pero que define buena parte de su identidad artística: el diseño. Antes de ser una estrella global, era un diseñador gráfico. Y aunque la música se convirtió en su destino, nunca dejó de pensar como diseñador. Esa mentalidad, obsesionada con la forma, el detalle y la coherencia visual, ha sido clave para construir el universo de Babylon Club.


“Siempre se lo digo a la gente: la calle te enseña muchas cosas, pero hay algo que la universidad te da, y la calle no: excelencia. Aprendí a cuidar cada detalle”.


Desde las portadas hasta los videos, pasando por el vestuario, los colores, la estética del show en vivo y los cortes promocionales, Danny está presente en todo. No como una figura que aprueba desde lejos, sino como un creador activo que se sienta con editores, directores y creativos para supervisar el lenguaje visual que rodea su música. “Me fui a Madrid a sentarme con el editor de los videos. Le dije: ‘Quiero ver todas las tomas, vamos a armar la vuelta’. Es mi nombre, y si no le pones el 110 %, nadie lo va a hacer por ti”, comenta.

El videoclip que acompaña al álbum es casi una película corta. Protagonizada por María Gabriela de Faría (actriz de Superman) y Christian McGaffney (actor de Simón), cuenta la historia de un grupo de amigos —exiliados, trabajadores, cansados— que se reencuentran una semana al año en la playa. Es una historia que refleja la realidad del migrante venezolano: fragmentado, regado por el mundo, pero unido por la memoria y el deseo de reconexión. “Es el cuento de unos panas que están regados por todas partes y se juntan una semana en la playa. Esa es nuestra historia”.

La estética está definida por tres elementos: la arena dorada, la jungla verde y el agua turquesa. Son imágenes que no solo representan lo tropical, sino también lo esencial. Elementos que purifican, que limpian, que devuelven el alma al cuerpo. En un mundo saturado de ruido, Danny eligió narrar desde la simplicidad emocional, desde el gesto íntimo, desde el calor del trópico como refugio espiritual. “Quería narrar ese feeling de escaparse para reconectarte. A veces, cuando uno emigra, solo piensa en sobrevivir. Y se olvida de vivir”, comenta.

Todo esto revela a un artista que no delega su identidad. Que no se conforma con hacer canciones pegajosas. Entiende que la música es solo una parte de un sistema emocional y estético más amplio. Que cada beat necesita una imagen. Que cada verso pide una historia y donde cada álbum merece un mundo completo donde vivir.

Babylon Club no solo se escucha. Se ve. Se siente. Se habita. Es el resultado de años de aprendizaje, pero también de una decisión radical: hacer de cada lanzamiento una obra total. Una experiencia donde el sonido, la imagen y el espíritu estén alineados. Como un verdadero diseñador emocional del Caribe.

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Danny Ocean no es un artista que se guíe por tendencias. Lo suyo no es el algoritmo, ni las fórmulas de éxito recicladas. Si hay algo que lo define es una honestidad radical. A lo largo de la entrevista, repite varias veces una palabra: genuino. Para él, esa es la brújula. Todo lo que crea, lo que canta, lo que proyecta, tiene que venir de un lugar real. Y si no, simplemente no lo hace. “Hacer algo con lo que no me sienta cómodo, no soy yo. Siempre he sido así. Mi equipo lo sabe. No tengo problema en decir que no”.

Esa convicción lo ha salvado de perderse en el camino. En un medio que constantemente seduce con fama, números y superficialidad, Danny ha mantenido una conversación honesta consigo mismo. No se ha traicionado. No ha cantado cosas que no siente. No ha cedido a colaboraciones vacías. Y no lo hará. Tiene sus no-negociables bien marcados. “No me gusta hablar del ego en canciones. Ese no es mi flow. La música es algo espiritual. Es para conectar, no para alardear”.

Esta visión también se refleja en cómo se expone. Recientemente asistió por primera vez a la Fashion Week de París. Pudo haber sido un desfile de apariencias, pero fue, más bien, un ejercicio de curiosidad. Quiso entender, aprender, explorar. Sin embargo, nada de lo que vistió fue impuesto. “Me lancé al mundo fashion, pero jamás me puse algo que no me gustara. Estoy abierto a aprender, pero si no conecto, no lo hago”.

Su manera de vivir la música es más cercana a una disciplina espiritual que a una carrera. Dice que prefiere hacer cosas fuera de su zona de confort antes que repetir lo que ya sabe, pero siempre bajo una condición: tiene que ser verdadero. Esa integridad artística, tan poco común, es lo que le ha permitido construir una carrera sólida sin perder el alma en el camino.

Lo más impresionante es que, incluso con ese nivel de compromiso consigo mismo, Danny no suena rígido. Al contrario: es flexible, curioso, juguetón. Se arriesga a hacer salsa sin saber de salsa, explora el merenguetón, coquetea con el pop más azucarado, pero siempre desde el deseo de divertirse, no de complacer. Lo que lo mueve no es la validación externa, sino una conexión interna. “Lo que más me he vacilado es lo que he hecho por diversión. Nunca dejé atrás al niño que se emociona haciendo cosas por primera vez”, dice con una sonrisa en su rostro.

Mantenerse fiel a sí mismo no es una estrategia, es una necesidad vital. Porque si algo aprendió con los años, es que la música que conecta de verdad no se puede fingir. Y que el público —ese público que lo sigue desde ‘Me rehúso’ hasta Babylon Club— siempre sabe cuándo algo está hecho desde el alma.

Hay artistas que pasan toda su carrera persiguiendo un hit. Danny Ocean, en cambio, tuvo el suyo demasiado pronto. ‘Me rehúso’ no solo lo catapultó a la cima de la música latina; lo convirtió en la voz inesperada de una generación que emigró. Pero cuando un debut es tan arrollador, la pregunta inevitable aparece: ¿cómo se convive con una canción tan grande?

Danny no se esconde detrás de la respuesta. No le huye. No la maquilla. Simplemente, la acepta. “¿Si pienso en que llegue otra canción como ‘Me rehúso’? Claro que lo pienso. Pero estoy en paz. Si esa fue la canción que me tocó en la vida, esa fue. No voy a luchar contra el viento”.

Esa paz no es resignación. Es madurez. Danny entiende lo que ‘Me rehúso’ significó, no solo para su carrera, sino para miles de personas que encontraron en ella una forma de expresar la separación, el dolor y la esperanza de la migración. Era una canción de amor, sí, pero también de ruptura con un país, con una vida anterior. Era una despedida disfrazada de pop. Una protesta con base electrónica.


“Terminé mi carrera en Venezuela, salí a otro sistema, a otra cultura, y ‘Me rehúso’ fue el mensaje de ese salto. Por eso no puedo ignorarlo. Esa canción me cambió la vida”.


Hoy, años después, Danny la canta sin cinismo. No es de esos artistas que reniegan de su éxito inicial. La honra. La respeta. La carga consigo como una especie de tatuaje emocional que no pretende borrar. Porque sabe que si algo lo define, es haber podido transformar un duelo personal en una canción universal. “Estoy demasiado agradecido por cómo fueron las cosas. No me voy a poner con esa paja de ‘No la quiero cantar’”.

Esa honestidad, esa forma tan directa y sin máscaras de hablar de su propio mito, es quizá lo que más humaniza a Danny Ocean. Nunca buscó ser ídolo. Ni mártir. Ni estrella. Solo quería componer. Pero el universo lo empujó a otro rol: el del artista que, sin proponérselo, se convirtió en símbolo. “Si hubiese sido por mí, me quedaba como compositor, en el estudio, vacilando. Pero huir de este camino es desconectarme de algo mayor. Y yo quiero estar conectado con el universo”.

En Babylon Club, hay una especie de reconciliación con ese pasado. No porque lo supere, sino porque lo integra. Ya no canta desde el vértigo de haber explotado sin aviso. Ahora lo hace desde la calma de quien entiende que el verdadero éxito no es sonar más fuerte, sino sonar más verdadero.

Danny Ocean no siempre soñó con estar en el escenario. Lo suyo, al principio, era el cuarto. La laptop. El estudio silencioso donde podía hacer música sin exponerse. Era tímido. Le costaba imaginarse frente a una multitud. Pero ‘Me rehúso’ lo empujó al mundo, y con el tiempo, ese impulso se transformó en aprendizaje. Hoy, el show en vivo es otra de sus obsesiones. Una extensión natural de su obra.

Ese aprendizaje ha sido profundo y constante. Ya no se trata solo de cantar bien, sino de crear una experiencia. Por eso ha armado una banda sólida, con músicos como Álvaro, de Bogotá —a quien llama “la mente maestra” detrás de las secuencias— y Mauri, su cómplice en la ejecución del show. Juntos, han construido un directo que huye de las pistas pregrabadas y abraza la espontaneidad, la energía humana, la respiración compartida entre músico y público. “La banda te da esos crescendos, esas bajadas, esos momentos de improvisación. No es lo mismo con pista. Es comunicación real, humana”.

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Lo más revelador es cómo Danny piensa el vivo como un rompecabezas emocional. No se trata solo de qué canción presentar, sino de cómo hacer que funcione en ese espacio, con ese público, con esa vibra. Hay canciones que en estudio brillan, pero que necesitan ajustes para tocar fibras en directo. Para él, el reto es que cada tema se transforme sin perder su esencia. “A veces hay canciones mágicas en el estudio que no suenan igual en vivo. Hay que buscarles el ángulo. Tal vez acústico. Tal vez desde otro lugar. Pero tiene que conectarme a mí”.

Esa necesidad de conexión personal con lo que canta en tarima es lo que mantiene vivo su vínculo con el show. No lo hace por cumplir. Lo hace por sentir. Y por eso se involucra en todo: desde la dirección musical hasta las visuales, desde los ensayos hasta la edición del contenido para redes. El escenario, para él, no es un lugar donde actuar. Es un lugar donde volver a habitar sus canciones. “Tengo que sentarme con los ingenieros musicales, con los visuales, con todo. El que se monta en la tarima soy yo. Tiene que ser real, tiene que ser mío”, cuenta.

En esta etapa, más que nunca, Danny Ocean se ve como un artista integral. Ya no es solo el productor que mezcla ideas en una habitación oscura. Es un arquitecto emocional que construye atmósferas donde el público puede entrar, bailar, llorar, mirar hacia dentro. Su show no es espectáculo. Es catarsis.

Y si Babylon Club es una invitación a reconectarse, el escenario es el ritual donde eso ocurre de verdad.

Después de todo, Danny Ocean sigue siendo Daniel. El chamo que hacía beats en su cuarto, que estudiaba diseño gráfico, que soñaba sin saberlo con un lugar llamado Babylon Club. Hoy tiene millones de oyentes, una carrera global, un mensaje que representa a una diáspora entera, pero no ha perdido el hilo de lo que lo trajo hasta aquí. A veces se puede perder entre fechas, compromisos, decisiones. Pero ha aprendido a soltarse, a mirar atrás con gratitud, a honrar su camino sin obsesionarse con lo que viene. Su misión, dice, es clara: dejar algo pavimentado. Abrir un espacio para los que vienen después. “A veces uno se puede volver loco con tanto detalle. Pero hay que aprender a soltar, a vacilar, a ver para atrás y dar gracias. Eso es lo que me llevo: nunca dejar de divertirme. Ser yo, siempre”.


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