Discos triples: cuando los músicos tienen tanto para decir que no cabe en un solo álbum
Para celebrar su edición número 333, la redacción de Rolling Stone Argentina decidió que tres autores homenajearan a tres grandes discos triples.
Sandinista! The Clash (1980)
Por Daniel Flores
En un año menos dos días, The Clash le presentó al mundo London Calling (14 de diciembre de 1979) y Sandinista! (12 de diciembre de 1980). Un disco doble y otro triple. Cinco vinilos cargados de canciones, ideas, hallazgos, instrumentos, géneros musicales, experimentos, caprichos, invitados, citas y disparates en lo más alto de la curva creativa del cuarteto. Y, por las dudas, editaron también, en octubre de 1980, Black Market Clash, una colección de lados B y versiones dub.
Total: 64 tracks en doce meses (y les sobraron 48 horas). La mayoría de las bandas se tomaría más de una década para semejante producción.
London Calling es una fija en las listas de mejores discos de la historia. En cambio, a Sandinista!, cuarto LP del grupo, muchos lo consideran excesivo y autoindulgente. Puede ser. Quizás hubiera sido mejor recortar los 36 temas a una docena. Por ahí, nadie clamaba por una relectura infantil de “Career Opportunities”. Acaso el reggae “One More Time” funcionaba bien sin el redundante “One More Dub”. Toda opinión es válida. Pero, igual, para mí Sandinista! sigue siendo el más relevante de todos los discos, y no solo de The Clash.
Llegó a mis manos nueve años después de editado, cinco o seis después de que la banda se separara para jamás echar a perder la leyenda con una lastimosa gira reunión. The Clash nunca cometió ese error.
La acción transcurre en el cuarto de un adolescente, discoteca en formación, dosis random de punk, reggae, hardcore, ska, dark, industrial, rockabilly, surf y muchos etcéteras, pero nada de información sobre la causa nicaragüense. Música rápida para sobrellevar las lentitudes de la vida.De pronto, se materializa este sobre oscuro. La expectativa es desenvainar otra obra fundamental del punk-rock. Pero cuando la púa acaricia los primeros andariveles del lado 1, lo que emerge es un asunto bien distinto: “The Magnificent Seven”, funk medio rapeado, con una vocación de pista antagónica a los preceptos sagrados de Londres 76. Después viene “Hitsville UK”, extraña cruza de Motown con folk inglés, bien sintetizada en el título, donde ni siquiera se distinguen las voces de Strummer o Jones (canta Ellen Foley, la novia de Mick). Y le sigue “Junco Partner”, un reggae sin atenuantes. Y “Ivan Meets GI Joe”, otro super funk, interpretado por el batero, Topper Headon (único track cantado por él en todo el catálogo Clash). Y un rockabilly, “The Leader”.
Así vamos y todavía no terminó la primera cara… ¡de seis! Se seguirán apilando dub, music-hall, calipso, Clash-rock, Clash-pop, vals (¿?), un cover de Eddy Grant (¡!) y góspel. La lista de géneros es impresionante. Por eso dijo Mick Jones en alguna ocasión que Sandinista! era ideal para escuchar allí donde no se dispone de otros discos (claro que lo dijo cuando tener discos era la única forma de escuchar música, más allá de la radio), como por ejemplo una base en el Ártico.
Nada más diferente del contexto en el que todo esto fue amasado. La banda delineó el grueso de Sandinista! durante tres semanas en Nueva York, en Electric Ladyland, el estudio de Jimi Hendrix. Acababan de girar por los Estados Unidos y en lugar de regresar a casa se quedaron ahí, trabajando. “Estábamos en Nueva York y nunca salimos. ¡No salimos ni una vez! Fue el momento más lindo –diría Strummer en alguna entrevista–. Tocábamos hasta que no podíamos seguir de pie”.
Por esos días, los Clash eran esponjas y se encontraron en Manhattan en pleno advenimiento del hip-hop, el instante exacto del nacimiento de un inabarcable y desbordante medio de expresión de la Norteamérica negra, más grande aún que el blues y el jazz. Quizás demasiado temprano, eso sí: cuando, en plena excitación, invitaron al pionero Grandmaster Flash a abrir uno de sus shows neoyorquinos, los fans, contrariados, esperando más “White Riot” o por lo menos “Train in Vain”, expresaron su frustración a botellazos. Lograron que Grandmaster abandonara el escenario, pero no que los Clash se privaran de explorar las posibilidades del funk al punto de abrir Sandinista! con su interpretación británica y rude boy de la Sugarhill Gang.
Las sesiones pasaron por Londres, donde sus colegas de The Damned habrían metido unos coros que no figuran en los créditos del disco. Y continuaron en Jamaica, la tierra prometida. Sandinista! es un disco con buen millaje. Pero eso no significa que los Clash hayan pisado Nicaragua. Ni tampoco hay un tema que se titule “Sandinista!”. La única mención a la insurrección nicaragüense aparece en “Washington Bullets”, canción que no habla del equipo de básquet de Washington DC del mismo nombre sino de un catálogo de revoluciones y conflictos alrededor del planeta, desde Nicaragua y Cuba hasta China, con referencias a la bahía de Cochinos, Fidel Castro, Víctor Jara, Salvador Allende, Afganistán y el Dalai Lama, entre críticas tanto a la Casa Blanca como al Kremlin y Zhongnanhai. Ese es sólo un tema; hay otros treinta y cinco. Sandinista! es la Enciclopedia Británica de la insurrección.
Y la tapa… Entiendo que la foto de London Calling, con Paul Simonon reventando su bajo Fender Precision contra el escenario del Palladium, en Nueva York, es técnicamente superior y ha sido universalmente aclamada, pero en Sandinista! los cuatro Clash son como superhéroes. En esa pose de guerrilla-rocker-internacionalista, desde un callejón medio neoyorquino, medio londinense, igual que el ecléctico cóctel contenido en cada surco, Strummer parece a punto de embocar una molotov; Jones podría acabar de birlarle el casco a un milico desprevenido; Simonon es James Dean con Doc Martens, y Topper Headon, un gangster astuto. El suelo es de adoquines húmedos y, contra la pared de fondo, de ladrillos a la vista y cañerías industriales, se apoya algo que podría ser una radio con la antena extendida, lista para comunicar algún mensaje urgente. Sandinista! es triple. Pero si no tuviera disco alguno, valdría la pena solo por la tapa.
Sí, hubiera funcionado mejor de haber elegido los diez o doce tracks más fuertes para redondear un único disco contundente en lugar de tres irregulares. Quizás sea cierto. Pero esa actitud desmesurada de publicarlo “todo”, esa edición tan exagerada o no-edición, convirtió a Sandinista! en una declaración y también en un acontecimiento, al que se le debía una atención especial. Los Clash (según los promovía CBS, “la única banda que importa”), tenían el impulso, fogoneado por algunas convicciones y cierta soberbia, de decir más.
Sandinista! no es genial porque “Police on My Back” o “Washington Bullets” o “Somebody Got Murdered” sean grandes canciones. La misión trascendente, eso que los cuatro músicos parecen esperar en aquel callejón, no era sacar un disco de The Clash; la misión era “hacer” ¡Clash!
All Things Must Pass George Harrison (1970)
Por Jorge Luis Fernández
Con dos discos de canciones impecables y un tercero de jams, improvisaciones colectivas (un adelanto de lo que en los noventa serían los bonus tracks del CD), All Things Must Pass no es solo uno de los primeros álbumes triples sino el álbum triple por antonomasia. Era la primera vez que un artista presentaba material inédito en un formato tan extenso. Y se trataba de un conjunto de canciones que reflejaban la madurez compositiva de George Harrison y hacían reflexionar al público sobre por qué su voz había sido tan relegada durante el reinado de los Beatles. Lanzado el 27 de noviembre de 1970 , la calidad y la consistencia de All Things Must Pass son tales que a menudo, por no decir siempre, se lo considera el mejor disco solista de los cuatro ex Beatles.
Harrison pasó cinco meses inmerso en la grabación del álbum, con un seleccionado de músicos y amigos que incluyó a Eric Clapton, Ringo Starr, Billy Preston, Klaus Voormann, Gary Wright, Alan White (futuro baterista de Yes), Jim Price y el saxofonista de los Stones, Bobby Keys. Invariablemente, como ocurre con los álbumes legendarios, también circulan leyendas. Phil Collins afirma haber debutado allí como percusionista, sin haber sido acreditado en el disco, y que usó esas “credenciales” para ingresar como baterista de Genesis. También se dice que Harrison, años después, lamentaría haber trabajado con Phil Spector como coproductor y del sonido “wall of sound estéreo” resultante; hubiese preferido una producción más meticulosa, como la de Abbey Road. Es posible que Harrison, por su naturaleza evasiva a los conflictos, no se haya atrevido a imponerse sobre el temperamental Spector. Sea como fuere, es imposible no pensar en All Things Must Pass como lo que es: una colección de canciones robustas, donde importa menos el detalle que la efectividad de sus melodías.
La foto de cubierta de la caja –George sentado en un típico parque inglés (su mansión de Friar Park) como un ermitaño, con botas y sombrero, rodeado de cuatro enanos de jardín– es otra de las cosas que vuelve al disco icónico. Lo potente de la imagen no pasó inadvertido al tímido adolescente que fui allá por 1982, cuando vi All Things Must Pass en la vidriera de una disquería poblada de discos importados –resabios de la economía aperturista de la primera dictadura militar–. La disquería quedaba anexa al parque del colegio inglés Barker, en Lomas de Zamora, lo cual amplificaba la britishness de la foto. Aunque no es un disco inglés en el sentido que lo son las canciones de Ray Davies, All Things Must Pass conserva una naturaleza amable y melancólica; lluviosa. Respecto de los enanos, se ha especulado con que George quiso representar en ellos su alejamiento de los Beatles. Pensándolo bien, es posible que sea otro capítulo –como Sgt. Pepper, como Magical Mystery Tour– del arte cosplay de los Fab Four.
Parte de la génesis del disco puede verse como un “detrás de escena” en Get Back, el montaje de siete horas seleccionado por Peter Jackson que documenta la grabación de Let It Be. Entre el material que todos los Beatles aportan para el potencial disco, Harrison aparece mostrando un boceto de “All Things Must Pass” al que el resto se incorpora a ensayar con mal disimulado entusiasmo.
Como Lennon y McCartney, George había acumulado suficientes canciones durante la estadía del cuarteto en la India, pero la habitual cuota de dos o tres contribuciones por disco a la que estaba confinado Harrison no parecía que fuera a cambiar. Esto, sumado a la progresiva presión de McCartney sobre el modo en que debían grabarse las canciones, contribuyó a su temporario alejamiento del grupo. Al regresar a las sesiones, George les cuenta a John y Yoko Ono su idea de lanzar un disco solista donde canalizar sus ideas. En ese momento, enero de 1969, probablemente All Things Must Pass estaba gestándose en su cabeza.
Antes de ser un gran disco, All Things Must Pass fue la manera de George decomunicarles a John y a Paul que tenía mucho para decir y que ellos se lo habían perdido. Como si fuera un corte de manga, el álbum empieza con “I’d Have You Anytime”, un track compuesto nada menos que con Bob Dylan. Pero si algo hace memorable al álbum es la sucesión de momentos sublimes: la explosión de serotonina de “What Is Life”, la pereza hawaiana de “Behind That Locked Door”, la melancolía dulce de “Run of the Mill”. Y por supuesto, “My Sweet Lord”, el primer single número uno de un ex Beatle y el más exitoso de 1971 en el Reino Unido.
Es la canción más popular de Harrison y también la más controvertida. Alentada por su éxito, la empresa Bright Tunes demandó a Harrison por la similitud entre su single y el hit de 1963 “He’s So Fine”, del grupo femenino The Chiffons. Harrison debió pagar tres cuartos de las regalías obtenidas por la canción en los Estados Unidos.
Pero la canción que trasciende al disco es la que le da título. Escrita, en apariencia, para lidiar con la muerte de su madre, George hizo de “All Things Must Pass” el mayor himno al tenor pasajero de las tribulaciones. “El amanecer no dura toda la mañana/ un nubarrón no dura todo el día”, canta en la primera estrofa; “el ocaso no dura toda la noche/ una mente puede despejar esas nubes”, canta en la segunda. Si el lema de Paul es “déjalo ser”, el de George es “todo pasa”.
La canción concentra toda la sabiduría oriental que “My Sweet Lord” proclama como pancarta, y es por eso mucho más potente y trascendente. Es, de hecho, la canción que eligió McCartney para despedir a su amigo en el Concert for George de 2002, a un año de su muerte. Es, curiosamente, la última canción que George interpretó ante las cámaras, en un programa de VH-1 de 1997. Es, contradiciendo la fugacidad del mensaje, un legado para la posteridad.

69 Love Songs The Magnetic Fields (1999)
Por Oscar Jalil
En la edad de oro del CD, 69 Love Songs fue creado como un disco triple, una atrevida desmesura a favor de la canción de amor y de sus infinitas posibilidades de uso y abuso en el amplio campo de la música popular. Era otro mundo, menos disperso y capaz de detener su atención en una obra de arte dividida en 69 fragmentos minuciosos e inspirados en el detalle ordinario que casi siempre envuelve al clisé. Al frente de una banda independiente, los fantásticos The Magnetic Fields, Stephin Merritt elabora una cartografía mordaz sobre el dispositivo sentimental e incluye todo tipo de obsesiones: aparecen guiños a artistas favoritos (Abba, Kraftwerk, Human League, Tom Waits, Leonard Cohen) y un guion armado de conversaciones robadas en bares gays de Nueva York (St. Dymphna’s, Dick’s Bar).
La idea inicial contemplaba un repertorio de 100 canciones como fragmentos de un music hall freak. Merritt pensó en contratar cuatro drag queens para que cantaran 25 canciones cada una. Luego, cayó en la mejor idea de adueñarse de sus composiciones, invitar a cantantes amigos y repartir entre los integrantes del grupo la necesaria variedad de voces para encarar un proyecto titánico. Puso el freno antes de llegar a setenta canciones. Tal vez, aquella melodía perfecta y sugestiva de Serge Gainsbourg (“69 anée érotique”) le indicó en dónde había que parar y dejar que el número que marca un palíndromo visual hagan el resto.
69 Love Songs es un intento por resumir el siglo XX a partir de la variedad de géneros musicales que abordan las canciones de amor. No es estrictamente conceptual, pero esa intención de abarcar diferentes estilos y poner en palabras historias que rozan el patetismo de un corazón roto o la fragilidad de los sentimientos convierten al sexto disco de Los Magnetic Fields en una bitácora de un viaje disfrutable de principio a fin. Aquí no sobran temas, es un todo con cambios de movimientos: del jazz al punk, electro-pop y world music, sin olvidar el country o los experimentos minimalistas. De “Absolutely Cuckoo” a “Zebra” es posible transitar los estados del amor a través de la imaginación y el detallismo de un Cole Porter moderno y tan seductor como las melodías que dominan a “I Don’t Believe in the Sun”, “All My Little Words” o “The Book of Love” (con las regalías por la versión interpretada por Peter Gabriel, Merritt pagó el adelanto para comprar su primera casa). Mandolinas, ukeleles, teclados de juguete y un cello omnipresente sostienen el edificio de una obra tan atemporal como el sentimiento que lo contiene.
Romántico, sardónico y venenoso, Merritt creó un manifiesto mucho más inclusivo que las lecturas iniciales que se hicieron sobre 69 Love Songs. En un principio se tomó al disco triple como un tratado sentimental sobre la cultura queer. “Es una obra con barrido shakespeariano, es decir, que captura todo tipo de historias y con la que, por tanto, es fácil identificarse. O al menos, en parte: también hay asesinos y extraterrestres”, le dijo el compositor al diario británico The Guardian.
















