Con Milo J como invitado, Silvio Rodríguez se despidió de Buenos Aires con un show inolvidable
Los músicos lo dejan solo y Silvio Rodríguez, vestido de tonos negros y con sus tradicionales gorra y anteojos, se aferra a su guitarra, vuelve a sentarse en el centro del escenario y ruega silencio, pero la mitad del público que colmó el Movistar Arena, sorprendido con el inesperado retorno del cantante cubano cuando muchos estaban a punto de salir del teatro, grita con exaltación, con las luces de la sala ya prendidas, “Y Silvio no se va /y Silvio no se va/ no se va” y “Una más, y no jodemos más/ una más, y no jodemos más”. Faltan minutos para la medianoche del miércoles 22 de octubre, a casi tres horas de concierto, y Silvio entonces entona, suave y pulsando su guitarra acústica, como si estuviera en un fogón, que en el borde del camino hay una silla, habla de zapatos gastados, de soldados y amantes, de maderas y metales, de sombras y sudores. “El que tenga una canción tendrá tormenta/ el que tenga compañía, soledad/ El que siga un buen camino tendrá sillas peligrosas que lo inviten a parar/ Pero vale la canción buena tormenta/ y la compañía vale soledad/ Siempre vale la agonía de la prisa, aunque se llene de sillas la verdad”, y se despide lacónicamente, saludando a sus 78 años como un viejo amigo, el paso lento hacia los camarines, íntegro y cansado después de un maratónico espectáculo.
Los que permanecieron en la sala no pueden contener la emoción, filman, aplauden, se abrazan, algunos se suben a las butacas y son retados por personal de seguridad, otros especulan con que si volverá a salir, si había salido con tantos bises, por qué no una más, una ofrenda inesperada que brote de su garganta, la que había estado un tanto afónica en su primera presentación pero que esta noche lució maravillosa, yendo de menor a mayor, firme y con esos fraseos poéticos que, junto a los acordes inconfundibles de su guitarra, lo convirtieron en el trovador de Latinoamérica, el compositor que salió de la isla revolucionaria hacia el mundo con un arma entre sus brazos: el arte de la canción, en letra, voz y guitarra.
Tal vez muchos de los que siguen expectantes, cerca del escenario, hayan escuchado “Historia de las sillas” en alguno de los 14 míticos recitales de 1984 con Pablo Milanés en Buenos Aires, junto a invitados como Víctor Heredia, León Gieco y Piero, amigos con los que se reencontró ahora, fuera del escenario, en una nueva visita después de siete años. Esos mismos enjugan las lágrimas, en un recital de memoria, nostalgia y emoción familiar, y retienen las últimas estrofas, porque definitivamente esas serán las últimas: pese a la típica insistencia del público argentino, que no cesa de aplaudir para un nuevo regreso de su ídolo, prolongándose en largos minutos, parados y sonrientes con los integrantes del staff queriendo convencer a los estoicos que no se rinden, ardientes porque había sido un retorno fuera de todo plan, impredecible como la misma trayectoria musical del cantautor, capaz de tocar solo en un gran escenario, acompañado de una orquesta o con amigos en centros culturales con mal sonido, que ya hay que abandonar el lugar, ganar la calle y así cada cual guardará el hechizo como mejor le parezca. Como si tres horas de concierto de un casi octogenario, acontecimiento fuera de serie para el parámetro de los shows internacionales, no hubieran bastado.
Si un concierto en vivo se puede medir en un conjunto por la audacia de su repertorio, por el clímax entre músicos y público, por la performance y la entrega de su líder y por la espontaneidad de la experiencia artística, el tercer y último de Silvio Rodríguez cerrando su gira en Argentina es de los excelsos y memorables de este año y, quizás, de los más épicos de la nutrida historia de él con el país que en la noche del martes le hizo recordar a Taty Almeida, la madre de Plaza de Mayo de 95 años a quien dedicó una epifánica versión de “El unicornio”, uno de sus tantos clásicos que convidó y el cual hace unos días subió en las plataformas en una ajustada colaboración con Jairo.
De su fecundo vínculo con Argentina, que cruza generaciones, sensibilidades y estilos musicales, a mitad del espectáculo ocurrió una hermosa sorpresa: invitó a cantar a Milo J, a quien presentó con las palabras “talento, talento”. A Milo lo dejó completamente solo, en gracia, mientras el joven de 18 años soltó unas tímidas “es la primera vez que lo veo, y estoy cagado hasta las patas”, antes de cantar la folklórica “Luciérnagas”, el tema con el que homenajeó a su abuela y que en su letra y voz contó con la colaboración del cubano, acompañado de un guitarrista y haciendo estallar al público, consustanciado con su frescura escénica y con una de las más bellas canciones del disco La vida era más corta, uno de los sucesos de 2025.

Figura de la Trova Cubana, Silvio volvió a sonar en oídos jóvenes, una marca de su extensa y dilatada carrera, los mismos jóvenes que en el Movistar Arena acompañaron a sus padres, tíos o madres, o bien fueron por su propia cuenta, con grupitos de amigos con los que tal vez lo escucharon o lo entonaron en guitarreadas en el descanso de una juntada política, como ícono de la primavera democrática de los ochenta. “Fuera Milei, vos sos la dictadura”, “La patria no se vende”, “Cuba, Cuba, Cuba, el pueblo te saluda”, “Viva Palestina Libre”, “Como a los nazis, les va a pasar, adónde vayan los iremos a buscar” y “Alta coimera” fueron los cánticos que bajaron alternadamente desde los cuatros costados, y que se enardecieron en algunas letras como “Hoy me propongo fundar un partido de sueños”, de “Ala de colibrí”, con la que sutilmente arrancó el show, “Presentí la esperanza tras la sombra del viento”, de “Más porvenir”, el reciente tema dedicado al recientemente fallecido, el expresidente uruguayo Pepe Mujica, y especialmente cuando cantó “Dijo Guevara el hermoso/ viendo al África llorar/ En el imperio mañoso/ Nunca se debe confiar”, de “Tonada del albedrío”.
Melodías viejas y nuevas, clásicos revisitados con mágicos detalles y una entereza musical que Silvio Rodríguez expandió en su notable y conocida banda, con la cual se recostó en una exquisita reelaboración de la música cubana, del son a la canción, de la rumba al filin y la salsa, de Leo Brouwer a la vieja y nueva trova, de Frank Fernández a Omara Portuondo y Juana Bacallao, a quien nombró junto a Celia Cruz, tal vez un inesperado homenaje en la incorrección política –varios murmuraron en la platea–, otra huella del irreverente cantautor, con los pies en su tierra y su reconocido pensamiento de izquierda pero nunca atado a la etiqueta de las banderas políticas ni a la lectura maniquea de cualquier gobierno ni sistema ideológico, y no casualmente, mientras su público cantaba por Palestina sacó de la galera el poema “Halt!” de quien consideró como el mejor poeta de su generación, Luis Rogerio Nogueras, y lo recitó de forma completa. “Recorro el camino que recorrieron cuatro millones de espectros/ Bajo mis botas, en la mustia, helada tarde de otoño/cruje dolorosamente la grava. Es Auschwitz, la fábrica de horror/ que la locura humana erigió a la gloria de la muerte/ Es Auschwitz, estigma en el rostro sufrido de nuestra época”, dijo conmovido en la voz, algo ronca por momentos.
“Gracias a mis maestros y mis maestras”, soltó en la presentación de sus músicos, una verdadera troupe orquestal y un ensamble de matices y finos arreglos compuesta por Rachid López (guitarra), Maikel Elizarde (tres), Niurka González (flauta y clarinete, su pareja, de extraordinaria actuación y ovacionada por el público), Oliver Valdés (batería y percusión), Jorge Reyes (contrabajo), Jorge Aragón (piano), Emilio Vega (vibráfono) y Malva Rodríguez (piano y coros), su hija. Con Niurka y Malva hubo un tramo íntimo, en el que Silvio homenajeó a sus ya fallecidos antiguos compañeros de ruta –“siempre recuerdo que no empecé solo con esto, les estoy enormemente agradecido”–, en el que interpretaron “Créeme”, de Vicente Feliú, “Te perdono”, de Noel Nicola y “Yolanda, de Pablo Milanés, canción de honda complicidad con el coro de la platea. La sonoridad del grupo, tan elástica y jamás excedida en sus solos instrumentales como sólida en sus armonías latinoamericanas, fue el colchón en el que Silvio manejó magistralmente los tiempos del concierto, con una primera parte más camarística con “Sueño con serpientes” y perlas como “Viene la cosa”, “Pequeña serenata diurna” –otro alto esplendor del show con el tarareo de “Soy feliz, soy un hombre feliz”–, y “Casiopea”, a una segunda parte más íntima y ceremonial, con temas viscerales como “Eva” –un grito feminista en la noche– y hits como “La era está pariendo un corazón”, “Te amaré” y “Ojalá”, a la cual anunció como “ahora les voy a tocar un estreno” y fue el instante, sin dudas, más conmovedor de la noche, con el público de pie entonando el estribillo, celulares en mano y agitadas palmas, tanto como el bis de “Óleo de mujer con sombrero”.

En cuerpo, corazón y alma, Silvio habló lo justo y necesario, bajo un ánimo calmo y a la vez alegre, entregado de principio a fin a sus espectadores, que mayormente lo escucharon en silencio y sentados en sus butacas. Contó con leve humor pequeñas historias, como la de un peluquero de su país que puso un cartel en la puerta de su negocio, “Prohibido hablar de las cosas”, por las trifulcas apasionadas de política y chusmeríos barriales. Contó, en un escenario despojado de grandes pantallas y con visuales de fondo que semejaban figuras de nubes, lunas, tramas textiles, corazones y erizos gigantes, que una noche sentado en el Malecón mirando las estrellas sintió una presencia a su lado que le dictó la canción “Casiopea”. Y cantó toda la noche con su registro de voz tan envolvente e inimitable como sólida y afinada, después de un arranque a paso seguro, algo retraído y sin arriesgar demasiado, en un cauce estable que fue alimentando con el brillo de su rítmica en la guitarra, por momentos ciertamente aturdido con los alaridos de la demanda del público argentino, que así como demostró su calurosa emoción se mostró avasallante en los giros más introspectivos, allí donde el cubano debió ajustar los auriculares a sus oídos y pedir delicadamente sosiego.En Argentina se juntó con amigos como Víctor Heredia, fue a ver a Cristina Fernández de Kirchner y cruzó el charco para un breve encuentro con Lucía Topolansky, ex vicepresidenta del Uruguay y viuda de Pepe Mujica. En su último concierto en Buenos Aires (había tocado el 11 y 12 de este mes) fue entrando y saliendo del escenario varias veces, como quien se guarda para último momento una sorpresa, misterioso y juguetón, cómodo en su condición de trovador en el repaso de un vasto repertorio. El goce pacífico de la libertad, la elevación espiritual, la bondad y su reverso tanto como no olvidar el horror del infierno, de padecer la decepción, de las diversas formas del amor, de ensanchar lo posible y, entre tantos versos, lecciones y melodías, defender que el mundo propio, siempre, es el mejor. Y desear morirse como uno ha vivido, antes de abrir los brazos, agarrarse el corazón y decir, simplemente, “gracias, gracias por venir”.